No era la primera vez que pisaba el instituto después de haber finalizado mi etapa en él. En alguna ocasión había vuelto para hacer algún trabajo de la universidad y alguna que otra vez había acudido para hacer un reportaje para este diario. La última vez que entré en sus aulas fue distinto. Como cincuenta años no se cumplen todos los días, quisieron organizar un multitudinario encuentro entre profesores, alumnos, antiguos docentes y ex alumnos.

El salón de actos, ahora sin pupitres y lleno de modernas sillas, sirvió de enclave para hacer balance de las cinco décadas del centro. Con una capacidad muy reducida, la mayoría seguimos la conferencia desde fuera y a través de una pantalla. Mentiría si dijera que presté toda mi atención a su intervención. Me resultó imposible. Como niña en la mañana de Reyes me dediqué a recorrer el patio, una y otra vez, con la que había sido mi compañera de pupitre desde Primaria. Las dos, inundadas de nostalgia, repasamos al detalle las aulas. En las que atendíamos a química, en las que pasábamos de mates, en las que llovían los castigos y en las que los novillos eran casi materia obligada.

Como grupis, recorrimos los patios en busca de profesores. Ávidos de conversacion, los paramos a todos. Quizás sea el eterno conctacto con la juventud o quizás es que sean seres mágicos. Todos estaban igual. Parece que el tiempo sólo había pasado por nosotros, que menos niños que antaño, veíamos a nuestros profesores igual que el primer día que nos dieron clase. Entonces, aparecieron las anécdotas. Media vida en el instituto da para otra media de anécdotas. Todas buenas. Divertidas y felices. Buenos, malos o peores estudiantes, todos reíamos al traer a la mente esos momentos. Buenos, malos o peores estudiantes, todos salimos por la puerta con un pellizo en el estómago por descubrir (algo tarde) que aquellos fueron los mejores años de nuestras vidas y que nunca jamás iban a volver. Hasta entonces nos habíamos creído dueños del destino, capaces de moldear las leyes del universo. Lo que se va nunca vuelve y los años de instituto tuvimos que perderlos para valorarlos. Por eso, dice el manido refrán, que uno no sabe lo que tiene hasta que lo pierde; por eso, nadie tiene más razón que una madre cuando le dices que no quieres estudiar. "Ya lo echarás de menos cuando trabajes". Eso, eso es el Evangelio.

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