Cuando me bajé del coche, vi que los más madrugadores ocupaban ya casi toda la franja de tierra prensada del borde de la carretera, mi abuela ya tenía en su mano la barrita de hierro que, en forma de ele, atravesaba los cáncamos entre la puerta y el marco, y cuyo candado en el extremo protegía nuestro bungalow en el resort de la Puntilla Beach.

Mi hermana ya estaba metida en la caseta de nuestros vecinos, y mi hermano seguramente estaría delante sentado en una hamaca. Mientras, mis padres colocaban a mi tía en su silla y ordenaban los enseres de la terraza exterior que daban al mar.

A pesar de no haberme aún movido de las lindes que daban a la arena, siempre fría de la parte de atrás, nadie me echó de menos. Seguí observando aquel enorme complejo de paz y armonía, que en blanco y rojo recorrían, para mis pequeños ojos, kilómetros y kilómetros de playa, solo interrumpidos por aquellas fortalezas verdes que se encargaban de la intendencia.

El sonido de las lejanas olas, porque si había una playa larga, esa era La Puntilla, me hizo fijarme en las horribles cangrejeras color carne que enfundaban mi pie… ya desde entonces me recorría un escalofrío que mi dedo chico del pie se me saliera por entre las tiras… elemento de mi cuerpo que sigue buscando patas de sillas, picos de muebles, o piedras, y solo para recordarme que esta ahí.

Mi mente se acordó entonces de esa arena, parecida a la que salía en la película de Beau Gestes, cálida, bueno mejor abrasadora, en la que nos adentrábamos solo porque nos atraía el frescor de la lejana orilla.

En mi mente sonó un claro…¡vienes o que!... juraría que era la voz de Carlos, llamándome para ir a bañarnos, pero no… mis ojos se abrieron… mis doce años desaparecieron, y me encontré con un cincuentón al que llamaba su mujer que no podía entender que hacía parado en mitad del paseo de La Puntilla mirando al infinito. Aquellos eran unos veranos diferentes… y bonitos… como los de ahora.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios