Nos sacuden temporales sin tregua. Y asomarse a las noticias termina por inundar las buenas expectativas con las que una se levanta y afronta el día. Manuales para descuartizar a alguien sin dejar huella, jaurías de alimañas que atacan a muchachas, desastres ecológicos por doquier y el apocalipsis a la vuelta de la esquina. Además, lo peor de lo peor es no poder chupar ni las cabezas de las gambas. Eso es decirle a un viñero que tiene prohibido pisar La Caleta, ni olerla siquiera. Anda ya. Aunque para esto ya hay voces salvadoras que nos dicen que sí, que a chuparlas, que no pasa "ná". Ojú. Es que vivimos tiempos complicados, claro, pero permítanme si les digo que nunca ha sido fácil, y sólo hay que echar la vista atrás. Las muñecas de Famosa y el anuncio de El Almendro se repetían en las únicas cadenas que todos compartíamos cuando no había plataformas con chorrocientos mil canales y a lo mejor así nos sentíamos seguros. De vez en cuando nos hablaban del Golfo Pérsico y de los polvorines lejanos. Pero en nuestra burbuja todo marchaba bien, más o menos. No estaba tan al aire la fragilidad como ahora, es cierto. Pero los temporales eran los mismos, y también arrancaban de cuajo mucho de los construido. Quizás, la nebulosa que envuelve los recuerdos dulcifica incluso el frío más atroz. O puede ser que nos hayamos vuelto más blandos con tanta resiliencia de mentira y tanto coach para todo que se nos dispersa la atención y la debilidad en pantallas múltiples. Por eso hay un día del año que me gusta en especial, aunque jamás me haya tocado un céntimo, y es justo hoy, veintidós de diciembre, porque el mundo, entendido como el entorno cercano, parece durante unas horas asequible, al unísono y abarcable, con una única voz en el soniquete de los niños de San Ildefonso. Los más románticos dirán que cantar en pesetas era gloria bendita, y que el euro es áspero al oído y al bolsillo. Bueno. Mis hijos no conocen la otra música y procuro que interioricen, si no hay colegio, el día del Sorteo como un símbolo, aún en pie, del agradecimiento quizás de tener la fortuna de poder coleccionar buenos recuerdos. No faltamos a la cita y ya respiran la ilusión que se desprende de las manos de mi padre, fiel a su transistor, que siempre se ha levantado el primero para estar pendiente de El Gordo. Mientras tanto, sigue fuera el temporal y no hay tregua entre un desastre y otro. La vida arrastra y es momento de buscar refugio no sea que llegue la más violenta de las corrientes. El mío ya lo tengo, y huele a pan frito con azúcar en la cocina de los abuelos. Qué suerte. ¿Ya tienen el suyo?

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