La esquina del Gordo

La soledad, esa tragedia

No hace falta llegar a viejo para sentir la soledad: la mayoría de la juventud ya la siente

Cuando en plena juventud nos creímos capaces de todo, de superarlo todo, se trabajó, se subió la cuesta, se empeñó uno en sacrificarse, nos dimos cuenta de que merecíamos un respeto y nos respetamos, formamos una familia, nacieron ilusiones, pequeñas o grandes alegrías por los triunfos y decepciones cuando algo no salía en función de los esfuerzos llevados a cabo. Todas estas sensaciones fueron resultados de la lucha diaria. Todas estas experiencias creímos que servirían para alcanzar un estatus laboral, social, económico, familiar, pensando que de esta forma se podía alcanzar una vejez a resguardo de cualquier contingencia, y que ese sería el premio a tantos desvelos.

Tuvo que llegar el momento que en esa lucha aflorara un factor no contabilizado, un cabo suelto: todo lo que se hacía adolecía de algo tan sencillo como suponer que el futuro dependía exclusivamente de uno mismo, del esfuerzo, de la honradez personal, y que lo demás vendría rodado, por añadidura; jamás se llegó a pensar que el futuro dependía de otros condicionantes, que éste sería como lo decidieran, también, los demás, y que los demás, por muchos patrones de conducta que dictaran las ideologías, por mucha catequesis que hubiera, cada cual trataría de amañarlas a su conveniencia.

Después estaba una íntima realidad nunca confesada: se trabajaba para satisfacción de uno mismo. Decir que todo se hacía, por ejemplo, para la familia era, no pocas veces, la excusa para acallar los remordimientos de no vivir con ella. En el mejor de los casos el trabajo era un reflejo de ambición personal, a veces sana, a veces espoleado por una competencia, injusta tal vez, pero eco de las mismas ansias que cada cual llevaba dentro, bien cargadas de nobleza o pisando a quién hubiera que pisar.

Por último, otro error: no saber asumir que la vida es el tránsito entre el 'ser' y el 'estar'. 'Ser' alguien mientras se lucha, a 'estar' ocupando un lugar en el espacio con la vejez a cuestas, peso muerto, carísimo para la economía de mercado y en lista de espera para que la eutanasia la receten por la in-Seguridad Social.

Lo peor es que no hace falta llegar a viejo para sentir la soledad. La mayoría de la juventud ya la siente, condenada por la incertidumbre ante la falta de futuro, arrinconada, idéntica a la de los viejos pero sin el consuelo de sus recuerdos que, buenos o malos, son sus huellas. En los jóvenes solitarios ni siquiera existen.

No quiero que se piense que lo escrito hasta ahora esté dedicado en exclusiva a los hombres. Las mujeres, en muchos casos están peor y, a pesar del tópico de que ellas son más fuertes, también son más sensibles y sus desamparos mucho más sangrantes. Pero no quiero comparaciones cuando la única verdad es que la soledad es un veneno de efecto retardado que nadie, ni incluso rodeado de incondicionales, puede evitarse porque nadie es capaz de vivir de nuevo para subsanar los propios errores.

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