Análisis

Manuel Barea Patrón

El síndrome de gmeiner y la cotidianeidad

El tiempo ha dejado de ser la variable más importante, se ha ralentizado, apenas fluye

En estos tiempos de clausura y reclusión nos convertimos en ermitaños urbanos entre paredes, viendo el mundo desde ventanas y balcones, aplaudiendo al atardecer a las heroínas y héroes de esta guerra contra un enemigo viral que ha convertido en cruda realidad la ficción cinematográfica.

El tiempo ha dejado de ser la variable más importante, se ha ralentizado, apenas fluye, se alarga, y nos proporciona momentos para otras tareas caseras a las que apenas les hemos podido dedicar tiempo: organizar cajones y armarios, el álbum de fotos, releer libros de la infancia, emborronar cuartillas y escribir, llamar a antiguas amistades por teléfono y escucharlos.

Acostumbrados a paseos, senderismos, viajes, etc., viene bien ahora recordar el término alemán fernweh, la nostalgia y la pasión por los viajes, ahora imposibles.

Como antídoto podemos experimentar el Síndrome de Gmeiner, que se refiere a la capacidad que se tiene de ver en los objetos cotidianos infancias felices, si bien en clave de donaciones. No obstante podemos experimentarlo, respecto a nosotros mismos, para escapar de las cuatro paredes que nos encierran.

En estos días interminables a veces sucede que las cosas que nos rodean nos transportan a esos momentos de nuestras vidas, de la infancia o de cualquier otra etapa vital, en los que fuimos felices: regalos, juguetes de la niñez, una cerámica, libros, fotos, una estampa de comunión, cartas, postales recibidas, discos de vinilo, una prenda, recuerdos de nuestro primer colegio, de la mili, de viajes, de la boda o luna de miel o de una amistad, felicitaciones de navidad, diarios de nuestras vidas escritos con nuestra letra caligráfica, notas de viajes, de nuestro primer Camino de Santiago. O el disfraz de la primera salida en carnavales; la túnica de penitente con nuestro primer capirote; o la entrada al estadio de fútbol para ver al Cádiz o el Trofeo Carranza... Objetos que conectan con recuerdos y trayectorias vitales: abuelos, tías, padres, hermanos, nietos, amigos… Vivencias inolvidables que cobran vida al contacto con cosas que trascienden su materialidad y se convierten en símbolos eficaces, multisensoriales, capaces de hacernos olvidar por unos minutos esta pesadilla, de evocar días más felices que estos grises que estamos viviendo ahora. Y al mismo tiempo nos harán valorar la vida de otra manera. Descubramos la poética y la emoción que encierran.

Esta crisis total, esta nueva plaga, estoy convencido, marcará un punto de inflexión en nuestras biografías. Nada será igual, y saldremos llenos de energía positiva para el resto de nuestras existencias, más vitalistas. Decía el escritor Franz Kafka que cualquier persona que mantiene la capacidad de ver la belleza no envejece. Recreémonos en la belleza de las cosas cotidianas que nos rodean para no envejecer en estas cuarentenas cuaresmales. Y el aplauso a los sectores que siguen en las barricadas: sanitarios, fuerzas de seguridad, trabajadores de servicios esenciales (suena a La lista de Schindler). No olvidemos que en otros escenarios mundiales las pandemias son eternas y los campos de refugiados y desplazados son "los hogares permanentes".

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