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Análisis

PANDEMIA Manuel barea 35

El 'show' del enemigo a las puertas

Estábamos acostumbrados a verlo todo a través de una pantalla. Y eso nos proporcionaba siempre una distancia de seguridad muy eficaz. Todo entraba en cada hogar con el profiláctico bien ajustado. El hecho podía ocurrir en casa cuantas veces fuera emitido, pero había acontecido de una vez y para siempre lejos. Los que hemos tenido la suerte de no ser víctimas de ataques terroristas ni de accidentes aéreos o ferroviarios ni de catástrofes naturales ni, por supuesto, hemos sufrido una guerra ni padecido su posguerra -o sea, la mayoría-, hemos asistido a todo eso como espectadores. Entre el desastre y nosotros, a pesar de que en una habitación de la casa estuviéramos a un metro escaso de las imágenes de cuerpos desmembrados por una explosión o calcinados tras la caída en picado de un avión, ha habido siempre un dique que además de mantenernos al otro lado de la tragedia nos la filtraba para ser consumida como psicodrama. Que ante la pantalla pudiéramos llegar a decir en voz alta, sin retirar la vista de las imágenes espeluznantes, "qué horror" no le resta su naturaleza de sentimiento lejano ante una fatalidad ajena. Era algo que afectaba a los demás, a otros. Lo único que podíamos hacer era sentirlo por ellos. Una ola de solidaridad crecía por momentos, y después rompía en la orilla: algunos iban a concentraciones de repulsa cuando era un atentado y otros guardaban minutos de silencio por los muertos del accidente. Las banderas estaban tres día a media asta. Eso era todo.

En enero de 1991 aguardé a oscuras en la habitación, con mi hijo de dos años dormido encima, a que comenzara el bombardeo de Bagdad. Un afamado presentador de televisión dijo, poniendo su tono de voz más tremendista, que quizás estuviéramos asistiendo al inicio de la tercera guerra mundial. Después se calló, no volvió a hablar y se fue a su casa a dormir y en la pantalla quedaron explotando sin sonido ambiente gigantescas burbujas de fuego en una velada nocturna más. La guerra, incluso en el caso de que hubiera sido la tercera mundial, quedaba muy lejos. Diez años después, el mismo presentador dijo que una avioneta se había estrellado en Nueva York contra una de las Torres Gemelas. No tuvo que corregirle nadie. Lo sacó de su error el segundo avión. Y él continuó informando del espectáculo. "Dantesco", pero espectáculo.

Sin embargo, el Covid-19 no son dos Boeing 767 pilotados por fanáticos suicidas asesinos estrellándose contra unos rascacielos. El virus se expande con sigilo y da igual que seas un velocista de primera convencido de que tus reflejos y tu rapidez te ponen lejos de su alcance. Éste no es uno de esos hechos que les sucede sólo a los demás. El casting del virus es ilimitado. Y aunque aquí no hay espectáculo que retransmitir, sin imágenes impactantes ni un sonido atronador, algunos han hallado en la pandemia otro show que debe continuar para cebar la cuota de pantalla. Es que, dicen, se deben a sus espectadores. Ahora sí, cercados. Con el enemigo a las puertas. Nada lejos.

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