Cada prenda que usamos para ocultar nuestra desnudez es nuestra ropa. Todo aquello con lo que cubrimos o tapamos el cuerpo. También lo que nos ponemos para adornarlo -yo estoy loco por saber / si el clavel te hace guapa / o tú bonito al clavel, que cantaba Chocolate-. Hay ropa blanca, que debemos separar de la de color; vieja, que nos comemos con gusto; de cama, que no tiene el placer de salir a la calle; interior, que esconde secretos inconfesables y muchas otras ropas más. Toda esa ropa se desprende de lo que le aprendió al cuerpo y, doblada, espera llamar nuestra atención entre baldas de madera y perchas desorientadas. La ropa siempre dice algo de quien la usa, querámoslo o no. Hay ropas gruesas que guardan aromas olvidados y otras leves, graciosas, con las que tocar el cielo. ¿Será que el hábito sí hace al monje?

En donde yo estoy, la ropa siempre es la misma: distinta y diversa según quien la use. Los armarios tienen en el mismo lugar una camisa de mangas cortas y un abrigo tres cuartos. La ausencia de las estaciones propicia que, un día cualquiera, por la ventana del autobús veas a una pareja de la mano. Ella escogió tirantes y botas altas y él chaqueta de plumas y bermudas. Aquí la ropa siempre está disponible, no hay que esperar unos meses. Se usa cuando se antoja. No es el tiempo el que marca qué ponerse, sino dónde amanezcas ese día. Por eso no está bien pasearse por Santafé de Bogotá con una guayabera blanca, como tampoco es lo indicado usar ruana en Cartagena de Indias. La ropa entiende eso que cada cuerpo necesita y se ajusta de la mejor manera, sabiendo que el desatino está permitido y tiene lugar.

De donde yo vengo, la ropa es de invierno, de verano o de entretiempo. Los altillos de las casas se llenan de la que no toca esa temporada. Y nadie se atreve a usar esa ropa, primero por cuidar de su salud, segundo por la guasa que puede llegar a recibir. Depender del clima nos obliga a ordenarnos y la posibilidad del disparate se reduce. Estas ropas, cuando vuelven a su estación, parecen nuevas y destapan ilusiones al mismo tiempo que remembranzas. Sé de alguno que recuerda los momentos de su vida por la ropa que llevaba y de otros que nunca se preocuparon de eso, quizás porque siempre estuvieron bien vestidos. Aquí, además de todo esto, la ropa nos permite ser otros, distintos a lo que queremos ser. Con el disfraz, también nos ponernos la máscara y asustamos a nuestros temores mayores.

Elegir hace parte de la palabra elegancia. Cuando además de la ropa, elegimos con cuidado nuestras acciones, somos elegantes también en nuestra conducta. Según parece, elegancia y ética tienen algo que ver, si es que no son lo mismo. Y tú, ¿qué llevas puesto?

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