Aún las noches de verano seguían negándose al abandono, la rebeca seguía oliendo a cajón cerrado y continuaba colgada de a percha que había a la entrada de la casa, triste y abandonada, reclamando su paseo al frescor de la tarde.

Aún así, la vereda del río, acariciando los rostros con esa brisa acogedora, mantenía el ambiente de calima y bochorno. Un cambio climático, de portuenses maneras, alargaba, como cada año, como cada década, como desde que nací, sus tentáculos.

Por sorpresa alguna mañana pensaba en la rebeca y notaba que poco a poco las hojas caídas no solo eran el símbolo del otoño. Me senté en aquella terraza, no importa tanto el lugar como el aire, el aire porteño, y dejé mecer observando como las cigüeñas habían volado hacia otros lugares.

Comprendí porque éramos destino indiscutible del verano, del otoño, del invierno, del verano, de todo el año, paseé mentalmente por la orilla acariciada, me adentré entre el musgo del pinar, me apoyé en la barandilla del cantil y aspiré con fuerza inundándome de paz. Mi cabeza negó mientras sonreía, acordándome del agorero que se lamentaba de una ciudad fría y húmeda en sus inviernos; acordándome del pesimista que maldecía el verano y deseaba el otoño para huir del levante bochornoso; acordándome del intratable que sacaba fotos de los paseos decorados con las hojas caídas; acordándome del cabizbajo contemplador de verdes y olores que en primavera anhelaba la llegada de las vacaciones estivales; sonreí, sonríe ante la imagen de un Puerto que vivía al olor de las castañas asadas, que se llenaba de luz y color en el frio invierno; que era fino y acogedor al florecer los geranios, y que mirando al sol adornaba su cuerpo con joyas bronceadas.

El Puerto, El Puerto en otoño, digno de vivirse, con sitio propio donde los paseos a la temprana puesta de sol eran el anhelo de aquella rebequita que deseaba oler más que a cajón…a cartucho de castañas aliñadas con el aroma salado de su orilla o con el verde frescor de sus pinares.

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