Ayer me llevé una alegría. Una alegría evocativa. Me encontré, dentro de este puente de octubre, con uno que fue niño en mi calle. Le decían Antoniano. Alias Mateo. De aquel entonces, la verdad, no guardo muy buena memoria. Había hambre, sed y calor de las de verdad. El Mateo, alias Antoniano o al revés, había estudiado criminología que incluye ciencia forense. Y, por lo visto, tuvo un compañero de estudios que se aficionó a las moscas, como entomólogo forense. Y de aquellas calendas a estos derroteros, inficionó al Mateo. Y digo bien por lo que contaré en este artículo.

Sentados en la Mallorquina, con un ejemplar en papel de Diario de Cádiz, que nos instruía debidamente sobre los aconteceres en la ciudad, entablamos la conversación sobre el declive de la misma, un tanto blictiri, pues la inanidad pura podía dotarse de sentido. Entonces fue cuando saltó. ¿Sabes para qué sirven las moscas? ¿Y eso? Para denunciar todo, fíjate bien, todo lo que no vale nada. Henry Lavedan la definió como un animal ingrato que carece de fisonomía y de expresión. La mosca es absurda. Da la impresión de no pensar en nada, de estar vacía, de volar sin razón. Pues la razón es descubrir la mierda, los detritus, tanto los físicos, como los mentales, fíjate bien en lo que digo.

La mosca verde, la lucilia sericata, o –fíjate bien-phaenicia, la trajeron los fenicios,- es la que se detiene en la carne corrupta y en las deposiciones. Pues, estando un día cansado en mi laboratorio, cuando llegó el camarero con mis viandas, observé que se le paraban encima todas las moscas. Volaban en círculo, como los buitres en torno a él. Y capté que tenía un aliento peor que el sarro de mofeta. Estaba claro. Claro. Estudié y, te puedo decir, que se le paraban encima a Alfredo Ibarra, el Ciezo y a Estanislao de Kostka Rodríguez y Rodríguez, alias el Mierda, que "lleva una pata de palo y sujetaba mal al muñón". Se le paraban moscas de verdadera diversidad: Moscas de la cerveza, del vinagre, tábanos bicolores, moscardas azules, la mosca verde botella y la sarcófaga canaria…Tantas le vi encima…

Más tarde entré de concejal en el Ayuntamiento. Narraba el Mateo, cuando vives el edilato, -el Antoniano o Mateo es más redicho que un cursi en un pregón- las personas nos encontramos entre pelotas y lamebragas y es difícil discernir qué o quién es quién es.

Pues hice el experimento. Llevé en un botecillo unas cuantas y las solté en los plenos. Se le detenían encima a dos o tres de los políticos y sobre todo a la secretaria. Llevé la cuenta y una lista de los que tenían podio mosquero y quiénes no. Y comencé a no fiarme de esos por muchas palabras amistosas que me dedicasen. No fallaba. Entonces entendí para mis adentros la famosa frase coloquial: Por si las moscas…

Con los poetas también me pasó. De Aedos se convertían en haedus que significa cabrón, como bien sabes, según se le posara la moscarda o nó. Llegué a cogerles tanto odio que al igual que el padre de Tolouse Lautreaux en el entierro de éste, siempre llevaba un elástico encima para finiquitarlas. No me fueran a delatar cuando me ponía negro por dentro…

El increíble Mateo Antoniano ya se despedía. De pronto. Súbito. Una mosca gorda de las que llevan las palomas entre las plumas, estaba en la mesa. Por el cariño que te tengo no quiero averiguarlo, me dijo. Y la mosca, nada más irse, se marchó.

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