La esquina del Gordo

A propósito del AVE a Granada

Uno se subía al tren ya disuadido de que la hora de llegada era un albur que había que correr

Según cuentan las crónicas, el pasado 24 de junio, San Juan por más señas, el ínclito, inefable e impagable presidente en funciones, junto a su socarrón ministro de Fomento, también en funciones, y el presidente funcionario de Andalucía inauguraron la función del AVE Madrid-Granada, casi veinte años aislada por tren del resto de España, ¡vivan las caenas!

Dicen que la ejecución de la obra ha durado más de cuatro años y que ha costado 1.700 millones de euros, de los cuales 725 ha sido de ayudas europeas. Todo esto, y como corresponde al talante desconfiado de nuestro estilo, hay que ponerlo entre paréntesis, que cuando de dineros se trata, jamás se llegan a saber los montantes reales de las comisiones. Lo cierto es que en ese viaje inaugural la altísima velocidad, ha llegado a rozar los ¡¡treinta y siete kilómetros por hora a su paso por Loja, trazado viario del siglo diecinueve!! ¿Imprevisión, olvido, chapuza habitual? Corramos un estúpido velo. No obstante la propaganda asegura que cuando todo esté solucionado el tiempo real del viaje será de tres horas. Enhorabuena, pero pocedamus in pace.

Antes, fuera cual fuera el destino, uno se subía al tren ya disuadido de que la hora de llegada era un albur que había que correr sí o sí. Durante los viajes, misteriosamente las máquinas perdían presión, el tren se paraba y a esperar su santo advenimiento. Ninguna explicación, aún no se habían inventado los altavoces. Viajar como ganado tenía esas ventajas. Si no quiere creérselo pregunte a cualquier ser de la tercera edad que hiciera el trayecto entre El Puerto de Santa María y Sanlúcar, línea donde la máquina ya salía sin presión y a cada cuatro pasos se paraba, los viajeros se bajaban, y en verano afanaban uvas de las viñas y se las comían a la sombra sentados en los estribos de los vagones.

Lo de ir Granada era aún más sublime. Saliendo de Cádiz a las siete de la mañana en el rápido para Madrid, con los vagones apestando a Zotal, se llegaba a Utrera donde había que apearse para esperar el correo Sevilla-Málaga, se sacaba billete para una u otra capital, se soportaban colas, aburrimiento y casi dos horas dando vueltas. Se emprendía viaje de nuevo y como correo, haciendo escala en todos los apeaderos habidos y por haber hasta llegar a La Roda, parada sin tiempo hasta que pasara el Catalán, aquel expreso que unía Barcelona con Sevilla. Una alegría a las dos de la tarde sobre todo cuando arreciaba el frío o el calor derretía hasta las vías. De ahí hasta Bobadilla para un nuevo transbordo y subirse al correo Málaga-Granada, tan atestado siempre que había que tomarlo al asalto; nada de particular porque la gente estaba acostumbrada a viajar de pie, más cómodo que ir sentado en aquellos asientos de madera, mortales enemigos del coxis y de todas las demás vértebras. ¡Y por fin se llegaba a Granada con la puntualidad de casi tres horas de retraso!

¡Como para andar quejándose ahora!

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