Los agoreros y derrotistas que hablaban de una ciudad sin vida se equivocaban. Nos equivocábamos, porque he sido de las que ha denunciado, incansable, el letargo de la ciudad, la atonía de sus gobernantes y sus calles.

No puede estar muerta una ciudad que bulle, con gente que se cruza en cada rincón, a cada minuto. Al menos durante unos meses.

El Puerto está demostrando este verano (ya dio muestras el pasado) que no está muerto; pero qué mala vida está llevando…

Vecinos, comerciantes, asociaciones… las quejas vienen de colectivos y particulares. Por ruidos, por vandalismo, por el descontrol de los patinetes, por la ocupación de las aceras por las terrazas, por suciedad, por falta de seguridad. Estoy segura de que no es una percepción personal. No puede ser casualidad que coincidan tantas visiones. Tildar este estado de opinión de una simple pataleta o de una estrategia de oposición política es simplista y un mal punto de partida para resolver los problemas que, aunque se quieran negar, están ahí.

Tampoco es de recibo pedir a la ciudadanía que soportemos estoicamente, todo sea por la economía, los inconvenientes de ser un atractivo turístico, como si los problemas de tráfico o el destrozo de mobiliario público fueran un destino al que no podemos escapar.

No se trata de renunciar al turismo, ni de demonizar al que viene a visitarnos. Se trata de estar a la altura. Si de verdad queremos dar lo mejor de la ciudad, garantizar la convivencia de vecinos y foráneos y hacer de El Puerto un lugar al que querer regresar, tenemos que tener recursos e infraestructuras suficientes. Lo otro, el todo vale con tal de que venga gente, el fomentar el turismo al peso, tiene poco recorrido: unos meses al año de éxito, durante unos pocos años, y luego la huida.

El Puerto no está muerto, pero tiene síntomas preocupantes. Yo confío en que no sean los estertores que nos lleven a la UCI, sino las consecuencias de una adolescencia mal llevada. Ojalá sea corta y veamos pronto un Puerto sano y maduro.

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