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Análisis

joaquín rábago

El necesario civismo

De nada servirán los arreglos si no se conciencia de que lo público es de todos

Ami regreso a El Puerto leo en el Diario de Cádiz que van a arreglarse con fondos europeos algunas plazas que estaban muy deterioradas, entre ellas la dedicada al descubridor de América.

Es una noticia que debe alegrarnos como todo lo que suponga mejorar la maltratada estética de esta ciudad que sin duda merece mejor suerte que la que ha tenido de un tiempo a esta parte.

De nada servirán, sin embargo, los proyectados arreglos si no se conciencia a todos desde la escuela de que el espacio público es también de todos, y que tenemos la obligación de respetarlo y cuidarlo.

Veo que han mejorado algunas cosas en El Puerto: se han pintado fachadas, se han restaurado ciertos edificios, pero es mucho lo que queda todavía por hacer.

Se acumula demasiada basura tras las rejas de las tiendas que han tenido que cerrar; hay demasiados balcones que amenazan con caerse a pedazos y que aparecen protegidos sólo con mallas.

He pasado algunos días en Málaga visitando a una pareja amiga que abandonó su Viena natal por esa ciudad, que está, yo diría que exageradamente, volcada al turismo internacional.

Los precios de la vivienda se han disparado allí por culpa de la proliferación de apartamentos turísticos, y cada vez es más difícil vivir en el centro para cualquiera que dependa de un salario normal.

Al mismo tiempo, hay calles que son una sucesión de ruidosos bares y discotecas, y como ocurre en Barcelona, Madrid y otras ciudades, en los balcones de algunos barrios cuelgan carteles en los que se recuerda a los turistas que los vecinos necesitan también descansar.

Afortunadamente nada de eso ocurre en El Puerto, una ciudad en busca de otro tipo de turismo: más familiar y sobre todo nacional, aunque a uno le gustaría que llegaran aquí también algunas inversiones extranjeras como las que se dirigen a Málaga.

He escrito ya en estas mismas páginas que una de las cosas que disuaden a los inversores es la excesiva y a veces irracional protección del patrimonio histórico, que impide hacer las mínimas modificaciones en la vivienda o el comercio adquiridos.

Está bien que se protejan los edificios merecedores de protección, pero eso no debe llevarse al extremo de preferir que un inmueble acabe convertido en una ruina en lugar de permitir ciertas modificaciones que lo harían económicamente viable.

Y en una tierra en la que a veces luce inmisericorde el sol, hacen falta muchos más espacios públicos con árboles y mejorar el transporte público para convencer a los vecinos de que no tiene sentido coger el coche a todas horas y para todo.

¡Pensemos alguna vez en el medio ambiente y el tipo de planeta en el que tendrán que vivir quienes nos sucedan!

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