Casi lo mato

Una sombra que otrora fue verde se cruzaba con un paso de peatones y la vía

Casi lo mato, fue un segundo menos de lo preciso para embestirlo, para arrancarle el alma del cuerpo, para convertirlo en un recuerdo. Yo no iba rápido. Tampoco consultaba el móvil. De hecho, había buena visibilidad; el cielo clareaba el aroma del atardecer veraniego (una mezcla de sudor a chumbera y azahar). No estaba cansado. Que iba bien, vamos. Si cualquiera de las antes citadas circunstancias no hubiera sido la misma el chaval de gafas hubiera acabado con su recién comenzada existencia esparcida por el asfalto de un centro comercial y yo hubiera visto comprometida la tranquilidad -moral, personal y judicial- de la mía.

Tengo la costumbre de aminorar siempre que me aproximo a un paso de peatones. Eso le salvó. Eso me salvó. Un relámpago de dos ruedas se abalanzó sobre mí, interponiéndose en el camino que yo ocupaba, una vía vacía que sirve para dejar atrás Bahía Sur y acceder a una rotonda amplia. Como decía, menos mal que anduve fino. Pisé el pedal del freno como si fuera el callo de un enemigo y el coche respondió como responde Sergio Ramos en las finales de Champions: el ciclista joven quedó a un par de palmos del morro de mi coche.

Era imposible haberlo visto antes: apareció como una exhalación (las exhalaciones circulan a cincuenta kilómetros/hora) desde la parte trasera de mi lado derecho. Mi compañero y amigo Fernando Estrella añadiría: "es un punto ciego". Efectivamente, lo era. Y menos mal que fui rápido de reflejos, que no iba despistado ni conducía mecánicamente. Mi hijo estaba en el asiento del copiloto. Él lo hubiera visto todo.

El alarido que le proferí al chaval debió oírse a centenares de metros. Incluía una palabra que empezaba por gili y terminaba por pollas. El ciclista, que había continuado su marcha, se giró hacia mí y exclamó: "¡voy por el carril bici!". ¿Qué carril bici, me dije? Paré el coche y saqué la cabeza por el hueco de mi ventana. A mis pies, una sombra que otrora fue verde se cruzaba con un paso de peatones y la vía por la que yo circulaba.

Inmediatamente, me sentí culpable. Sin serlo, además, que es lo que peor te hace sentirte. El ciclista iba a toda mecha y no me era posible verlo llegar, el carril estaba desgastado y era menos visible aún, quizá, a la hora que era de la tarde. Yo iba despacio, respetando las señales de la vía, el móvil apagado. Pero casi lo mato.

En ocasiones he hablado públicamente de mi confianza en los carriles bici que han proliferado en los últimos años en distintos municipios de la provincia de Cádiz. Es cierto que no se utilizan demasiado, que muchas veces vemos las bicicletas volando por las ciudades en vez de por sus carriles. Casi lo maté y, tras eso, me planteé de quién había sido la culpa. Posiblemente de nadie. Y de todos a la vez.

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