Puede que la culpa la tengan las tardes de junio. Esa luz inagotable y deliciosa que conforta con una tibieza dulce. Las terrazas que comienzan a llenarse de conversaciones y risas, ojalá esta vez de una forma definitiva. Los paseos mañaneros por la playa cuando el calor todavía no atosiga. O la mejoría de las cifras de la pandemia, la fe en las vacunas suplantando la fe en el comportamiento general. O los pasos que se van cumpliendo en el instituto con los bachilleratos ya evaluados preparando su pase a la universidad, llenos de nervios, pero también de ilusión. La tensión del curso se les alivia a estas alturas, sienten que al prepararse para la “Selectividad” juegan ya en otra liga, se acercan al profesorado, miran con un poco de superioridad y una pizca de envidia a los que se quedan. Cuando se van, entienden por fin que estaban en casa. Por cierto, qué homenaje merece su buen comportamiento, su paciencia al aguantar las mascarillas durante interminables mañanas, qué pocas quejas de las oportunidades que se han ido perdiendo... Pero puede que la causa esté también en la alegría anticipada de un reencuentro familiar este finde, aunque sean solo unos días y aunque no estemos todos, aún así una forma de constatar que avanzamos. Dentro de poco no nos creeremos que los límites de cada provincia se convirtieron en una frontera, que se anularon los abrazos, que dejamos de ver las sonrisas.

Sea como sea, lo cierto es que toda la luz de junio me invita a la esperanza. Y sé que durará poco, que las noticias del lunes desmentirán este optimismo de ahora, pero me apetece abrirme a esta expectación de los preliminares cuando aún es posible creer que lo perdido se recupera y el porvenir sigue delante. Voy a permitirme disfrutar un poco de los afectos, las celebraciones, la satisfacción del trabajo bien hecho. Ya el lunes, si eso, lo hablamos de nuevo.

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