Los mercados suelen ser, en las poblaciones normales, el centro de la vida social. No por casualidad su nombre se confunde, en muchos idiomas, con el de plaza, lo que indica su condición de centro de reunión, encuentro e intercambio de bienes, saludos, sentimientos y, en definitiva, de indicador del pulso de la comunidad.

Si esto lo trasladamos a la Plaza Central de San Fernando, fácil y descorazonadoramente caeremos en la conclusión de que la ciudad está adormecida, si no moribunda. Visitas cualquier día de la semana el mercado viejo y compruebas que pese a las renovaciones externas, el latido es cada vez más débil. Como un anciano al que se le van reparando órganos, limpiando y medicando pero camina irremediablemente a su final.

Un sábado por la mañana (no hace tanto jornada estrella, rebosante de bullicio, trasiego y ruido) das una vuelta por sus pasillos y un envolvente casi silencio te dice que algo no va bien; hay casi tantos puestos cerrados como abiertos y ante ellos no se amontona la gente; en los alrededores incluso cierran bares emblemáticos que antes no daban abasto a despachar desayunos y raciones de churros.

Una de las obligaciones del viajero curioso es visitar los mercados de los lugares que visita, mirar con admiración o indiferencia los colores de las frutas y verduras, la palidez o el sonrosado de las carnes y el brillo del pescado. En esos espacios puede comparar los olores penetrantes de Oriente y el griterío de los latinos, la asepsia de los nórdicos y el refinamiento de los franceses y, con gusto, ir pensando en qué lugar del equipaje guardará ese queso al que le ha echado el ojo o ese tarrito de producto típico que disfrutó en algún restaurante.

Sin embargo, recorriendo la Plaza de La Isla, ¿qué se va llevar el osado visitante?

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