Hace tiempo que no cuento nada sobre mi pueblo, la antigua Real Isla de León -siempre me he negado a nombrarla como San Fernando, por obvias razones-. Hubo un tiempo en que fui uno de los que con frecuencia le ponía el termómetro, aunque desde la perspectiva de los que tuvimos la suerte o la necesidad de vivir muchos años fuera y pudimos aprender a situar el localismo en el lugar que realmente le corresponde, sin falsas expresiones de amor doméstico, ya que la distancia viene a ser como un filtro para superar este tipo de  alferecías  que, al fin y al cabo, no dejan de ser ejemplos pobres de los nacionalismos excluyentes. El filtro, modestamente, imprime una cierta objetividad a costa de conseguir ilustres adversarios a Dios gracias.

La Isla lleva un tiempo… iba a decir muerta, pero esto es una obviedad, prefiero optar por el término sin rumbo desde que el primer PSOE empezó a desmantelarle su industria y el PP a rebajar la presencia de la Armada, sostenes de la vida económica y social envidiada por todos los pueblos limítrofes. Cierto que en los primeros ochenta se vivió un tiempo que la especulación en la construcción palió los efectos del desahucio, al igual que las prejubilaciones obligadas. Dejémoslo ahí y volvamos al presente que no es otro que la controversia surgida por el proyecto (¿existe realmente?) para regenerar la zona norte de la ciudad y erradicar el chabolismo en uno de los barrios pobres y olvidados de La Isla: La Casería, cuyo protagonismo lo acaparó unas torres asesinas de las que no se sabe todavía si siguen perteneciendo al secreto de algún sumario o a una de las ocurrencias con las que se ha venido gobernando.

Este proyecto de ahora, del que nada concreto se sabe, pretende borrar cualquier huella de la antigua y tradicional pobreza de la zona, abandonada siempre, so pretexto de la seguridad de instalaciones militares. Y este es el origen de unos enfrentamientos que no han hecho más que comenzar entre los puristas defensores de unas esencias peregrinas y los partidarios de un progreso ajeno a todo sentimentalismo de opereta.

En realidad se trata de lo de siempre: un sanedrín enfrentado a los que prefieren renovarse a pesar de su indolencia o pasotismo habitual. Para los que se rasgan las vestiduras, esos isleñistas acérrimos, herederos sui géneris de los valores eternos, falsos defensores de lo vernáculo aunque sea miserable, ¿sería atrevido pedirles también que reivindicaran -poner en valor, se dice ahora- los antiguos patios de vecinos, habitación única para cada familia, más cocina, pozo, corralillo y retrete comunitarios? Que nadie se asuste: hablamos de raíces, ¿no? De paso los amantes de lo vernáculo podrían reivindicar Villalatas y las chabolas del Manchón de las Anclas, todo muy veritipical, muy de folklore cutre tan dado a emplear argumentos falsos, tales como que los atardeceres idílicos que ofrece la Bahía de Cádiz no pudieran contemplarse desde lugares más confortables que unas barracas de tablones y chapas repintadas o como si las nuevas instalaciones acarrearan una merma en la calidad gastronómica que hoy se ofrece. 

¿Lío a la vista o lo de siempre en La Isla?: Fariseos contra publicanos.

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