Gastronomía José Carlos Capel: “Lo que nos une a los españoles es la tortilla de patatas y El Corte Inglés”

Mirando por el retrovisor del tiempo veo a un chaval veinteañero, vecino de Madrid, en el Patio de las Escuelas de Salamanca, sentado en suelo, la espalda apoyada en la peana de la estatua de Fray Luis de León, ya noche avanzada, soledad y silencio, y la vista prendida en la fachada plateresca de la Universidad. 

Algún lector podrá pensar que se trataba de la excentricidad de un desocupado sin sueño; puede, pero prefiero ver un joven necesitado de encontrar respuestas a muchas de las preguntas que salen al paso a cualquier edad, que nadie sabe contestar y que hay que descubrirlas por uno mismo cuando llega la vejez, cuando puede decirse con sencillez que el vivir diario es la mejor escuela para aprender a vivir. 

En este atropello diario, recordar lo que el chaval pensaba no es un ejercicio de adivinanza sino de lógica: "Qué descansada vida / la del que huye del mundanal ruido, / y sigue la escondida / senda, por donde han ido / los pocos sabios que en el mundo han sido…". Sílaba a sílaba, deletreado, como un conjuro, como un voto, como la expresión de una voluntad.

¿Y por qué hoy, precisamente hoy, esta vuelta al pasado? Quizá nunca en mejor momento, cuando todo parece despeñarse y hasta los sentimientos se han convertido en estadística; cuando el Gobierno anima a los antisistema, cuando condena como osada rebeldía al que piensa por su cuenta; cuando el ser humano está perdiendo su condición para convertirse en un siseñor cuyos hilos son manejados por payasos a sueldo; cuando la añoranza ayuda y no lastima… Huir tiene sentido, no es un acto de cobardía sino de impotencia ante tanto acoso y es urgente buscar consuelo en el silencio.

Aquel chaval sentado frente a la fachada de la Universidad no era ni un héroe ni una excepción, era simplemente un curioso libre para pensar y sentir, consciente del momento que vivía, que no era fácil, pero con confianza en el futuro porque este dependía de su esfuerzo personal, a pesar de la autarquía, de la incertidumbre ante las nuevas ideas para sustituir la viejas ideologías caducas, la aparición de los tecnócratas dispuestos a cambiar las inercias y del nacimiento de una clase media más pendiente del futuro que del pasado; mientras en las universidades florecían movimientos con tantas interpretaciones como actores intervenían en ellas, señal de que la sociedad es algo vivo, imposible sin moral y que si se prescinde de ella como ahora ocurre, esa sociedad se convierte en jauría o en manada. Perdón, quiero decir en ambas cosas dependiendo siempre de la trompeta que suene.

Aquel chaval, viajero en trenes de tercera, huésped en posadas de pueblo y de pensiones madrileñas, había ido aprendiendo que su meta inmediata era alcanzar -sin herir a nadie- una cierta cota de independencia porque sin ella no había libertad posible; que la independencia y la libertad no eran concesiones administrativas, sino consecuencia de una actitud y una aptitud personal, y que para alcanzarlas sobran las doctrinas y las  ideologías cuya expresión más certera sigue siendo huir del mundanal ruido para parecerse un poco, sin remordimientos, a los pocos sabios que en el mundo han sido.

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