Le tengo especial respeto y admiración a todos los profesionales que componen la sanidad pública; no así, sino todo lo contrario, a los que la gestionan. Es decir, que volvemos a lo mismo de siempre: la vida de las personas no puede estar expuesta a las ocurrencias ni a las incapacidades de esa subespecie que forma la casta, sin exceptuar ninguno de sus niveles ni colores.

Pero que un paciente llame al teléfono que le corresponda para que su médico de cabecera, telefónicamente también, le renueve los medicamentos que toma habitualmente, ¡y que le den quince días para  que pueda recibir la respuesta del facultativo!, la verdad, no admite justificación alguna.

Si, además, cada medicamento tiene distintas fechas de renovación (algunas con tres días de diferencia), éstas no quedan renovadas porque cronológicamente siguen en vigor, lo cual, tres días después hay que volver a llamar para que, pasados otros quince días, el médico de familia pueda atender la petición. Los farmacéuticos se ofrecen a simplificar este desaguisado, pero de momento no les han hecho ni caso.

Pero la atención primaria no consiste solo en esta operación casi administrativa. Los propios profesionales sanitarios denuncian la cantidad de enfermos que debieran ser asistidos personalmente y no pueden hacerlo por su ingente labor -muchas horas- haciendo de telefonistas. Las consecuencias para la salud de los pacientes son tan graves que, o temen ir a los centros de salud para evitar contagios o, en situaciones límites, han de acudir a las urgencias, colapsándolas y sometiendo a unos y a otros a unas tensiones innecesarias si la gestión, ¡ay, la gestión!, estuviera en manos de gente capaz.

Argumentar que la culpa de estas situaciones la tiene la pandemia no hace sino reconocer que los responsables de poner freno a todo este desaguisado no sirven ni para estar de pie. Porque no se trata sólo de la salud; en la misma tesitura están todas las demás estructuras del Estado: la Educación, la Economía mientras en el circo los payasos se ofenden con mociones de censura, cruce de ofensas entre ellos y falta de respeto a los ciudadanos al fin y al cabo, no sólo a los que hoy padecemos de todas las carencias y arbitrariedades antes expuestas, sino a los de las generaciones futuras que ya están condenadas a una vida más miserable de la que la mayoría arrastramos ahora.

Si piensa que lo dicho hasta ahora servirá para algo estará en un error, porque nada de lo que usted piense (mal) sobre la gestión política  tendrá una solución ni a corto ni a largo plazo y visto el panorama no se vislumbra ninguna salida. No es pesimismo, a pesar de que a partir de ciertas edades, cuando ya se espera poco y se ambiciona menos, el realismo se convierte en premonitorio de lo que vendrá después sin más esfuerzo que sobreentender lo que expresan y sienten los encargados de anular las conciencias individuales, de reducir todo a la miseria porque así la sociedad se hace más débil, más insegura, más vulnerable, más insensible para asimilar que todo, realmente todo, es atención primaria.

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