Análisis

Montiel de Arnáiz

No seas karnaval

Hemos de usar el Carnaval para ser mejores, madurar y ejercer la humanidad

Me sentí mujer maltratada y me sentí bien, la verdad, cuando la agrupación cantó contra los asesinatos machistas, y luego me sentí negro untado en brea mientras ululaban contra el racismo y el nazismo y el ismo; y me sentí genial. Es cuestión de empatizar, de sentirse falsa víctima y bajar al fango y a la desgracia ajenas. Cierto: resulta fácil subir a una tarima a recitar letrillas y recibir vítores -fácil y deseable- pero es más sencillo aún ser un vampiro emocional, sentirse agredida por la manada, abrigarse inmigrado, y seguir, mañana, con la propia vida por las calles del devenir.

Pero esa misma mujer maltratada, ese negro-negrísimo de la conguería, se apenan y ofenden también con cada chiste de Andrea Janeiro -por mucho arte que tenga-, se entristecen con cuartetas lamentables que marcan a famosos del "estigma" de la homosexualidad, que siempre llaman gordo a Falete y feo a Paquirrín, y por ello se preguntan por qué aquí es que sí y allí es que no. Resulta incomprensible la contradicción, porque Carnaval es crítica ácida y artística, queja esquiva de birlibirloque. Institucionalizamos el abuso ideologizado del concurso, la chirigota gruesa, la comparsa cursileras, el coro aburrido y el cuarteto de patiocolegio, dice el derrotista que también me siento ser. Sí, efectivamente, me sentí derrotista jartible, machacón troll de Twitter, don Juan del desencanto, y odié todo lo que era mío porque no se me había ocurrido a mí.

¿Qué es Carnaval? ¿Y tú me lo preguntas? Carnaval eres tú, es decir, Carnaval es sentirse otro, quizás uno más importante, puede que de otra época: alguien con valentía deslenguada. Lo políticamente correcto nunca me atrajo pero al mismo tiempo tiendo al respeto. Veo los golpes en el pecho y las puñaladas en la espalda del Falla y me recuerdan a los presidentes eméritos de junta vecinal, a los mayores y hermanos de las hermandades y cofradías, a los peñistas vitalicios. Embozados en foulards palestinos, con pantalones colgones y carentes de calcetines, nos cuentan las verdades del barquero, a veces, incluso, con rima consonante, y se sienten profetas del verso, exultantes Lorcas de opereta.

Uno acaba siendo mujer asesinada, negro ahogado en el Tarajal, perro surrealista, Cristiano en yate o paseante de los mismos lugares comunes de cada año durante un mes, pero la vida continúa, nos aleja de los cajonazos aunque a un tiempo acerque a los casetes de a cien pesetas que compramos al Melli en un siglo diferente. Pero no, ahí no debemos aparcar. ¿De qué nos sirve pensar sólo una doceava parte del año en lo que está mal? Ya se lo digo yo: de ná. Hemos de usar el carnaval para ser mejores, para madurar, para ejercer la humanidad, la virtud. La bonhomía. Para no ser nosotros. Para no ser Karnaval.

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