A HORA está todo el mundo con un bulo en la boca. Bulos por todas partes; un bulo detrás de la oreja, un bulito en el pecho… otro en el bulo raquídeo. Se habla todo el día del funambulismo político, de los bulócratas desalmados, de la bulimia, del bulismo escolar y del bulismo zen.

Leemos muy a menudo eso de que eres más raro que un bulo volando, o más terco que un bulo, el bulo que se cree caballo, de la bula al trigo y del trigo a la bula. La bula de billar, la bula del Norte, bulo de cabra, bula de set y partido, las bulas de Salem.

Qué es un bulo, lo sabemos todo el mundo. Hay quien los esparce a conciencia y a voleo, con gran ánimo lúdico-festivo (o sea, el bulanguero o bulanguera), y hay quien los transfiere a fuego lento, sin querer y sin conocimiento.

Pero, ¿de dónde viene el bulo? Esa es la cuestión para entender esta bulocracia en la que vivimos hoy, repleta de fucknews y cerebros bulotomizados. No nos basta con tomar buloxetina y ponerle un bulofax amenazante a Sandra Bullock.

Habrá quien diga que procede, originariamente, del mito de Rébulo y Remo, o del Bulo de Osma, provincia de Soria, o de Boulogne Sur-Mer (Francia), de los bulevares de Viena, o hasta de Bela Bulosi. He llegado a leer que fue el disco insignia de Sex Pistols, Nevermind the Bulos el que inició esta verdadera plaga y no la peste bulónica, que tendría mucho más sentido.

¿Qué tiene que ver en todo esto las bulas papales, el pecado de la bula, o las muy nuestras bulerías? Nada. No dejan de ser actos bulos de pleno derecho. Sería como echarle las culpas al Buli, ese restaurante con nombre de torero, o a los Bulova -los primeros en sacar un reloj electrónico-.

Bulear no está recogido todavía en el diccionario ni tampoco la poesía bulócica, pero hay que tener en cuenta que la academia siempre va por detrás, con el bulo en pompa. Qué sinvivir. O aprendemos a distinguir los bulos y las bulas, o nos vamos todo el mundo, muy en breve, a tomar por bulo.

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