En el mundo diabólico, infinito, inaudito, imprevisible, importante, inclemente, inverosímil y todas las palabras empezadas por la sílaba "in" que ustedes quieran, todas las pueden ubicar en ese mundo excepcional que hace que, por ejemplo, en la Argentina messiánica sea lo que siempre digo: la nueva religión, pues ni el Islam, ni el Cristianismo, ni el Brahmanismo ni el Budismo hacen hoy vibrar a las masas dentro de la fascinación y la borrachera mental de lo que sucede en hora y media larga en un enfrentamiento futbolero. En ese ámbito, repito, existe lo que llamaría de manera tan llamativa como insistente el fenómeno del antifaz, de la máscara, del disfraz, de la mutación tan indudable como concluyente de lo sucedido en el verde que te quiero verde.

La cosa en sí es y no es aun siendo; la realidad es y deja de serlo súbitamente, las vicisitudes que acontecen dentro de los céspedes parecen algo y repentinamente empiezan a ser otra cosa, otra situación nueva, reciente, que encubre todo lo que fue o ha sido hasta minutos antes. Una representación como de milagro o así.

Y ayer apareció nuevamente ese fenómeno de la máscara, del ardid tan propio del furbo. Porque el partido de los de la fontana era un "bastinaso". Aquello no hacía olvidar a Martínez, léase Luis Enrique. Tras unos minutos buenos, el nene Balde pegó un pelotazo fuerte, duro al área. Me recordó los que ejecutaba ese gran lateral merengón que fue Roberto Carlos, que, a menudo empujaba a las mallas el zorro Raúl. Igual sucedió ayer, pues el trallazo halló el pie de Olmo. Y es que esos tiros rasos al área chica, si encuentran un pie como Dios manda, siempre terminan en gol.

Pues bien, tras esa exitosa jugada, el tedio encapuchó toda la Rosaleda malagueña. Y no sólo sufrimos aburrimiento, sino el temor a que los del norte nos aguaran la inauguración de De la Fuente. Y no lo hicieron de chiripa. Y esa chiripa se llamaba Kepa Aguirrezabala, apellido con el que jugaba durante mi estancia en Gibraltar haciendo rabiar a los ingleses, que terminaban por desistir de pronunciarlo. "Stop it", me decían rendidos. Otorrinolaringólogo y el párroco Pacorro eran otras de mis maldades fonéticas.

Bueno, pues al final, salió al rectángulo ese sueño que siempre he tenido: verlo vestido de amarillo en Carranza. Persistentemente miraba todos los veranos la conformación de las plantillas del Glorioso, a ver si aparecía el tan feo como excelente Joselu. Pero no, nadie en España se fijó en él y ahora sobrevive en un Español descendente.

Inmediatamente después de los dos goles me llamó al móvil mi hipercadista hija y me halagó: "Eres el único que sabe de fútbol en España, papotín; llevas años diciéndome que es el mejor 9 español."

Bueno pues ése era el disfraz de Joselu. La máscara se reduce a marcar dos tantos en dos minutos, porque, en ese momento, lo que nos pareció un coñazo de partido se disfrazó: gran triunfo de España, de De la Fuente, de la Monarquía de los Borbones, del Tercio y del sursum corda. Y es que la máscara siempre se llama gol.

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