Animales de costumbres. He oído muchas veces esta expresión, aunque no siempre he tenido conciencia de hasta qué punto es cierta. La rutina hace más fácil el trabajo, el ejercicio físico, el estudio. Hasta aquí todo bien, lo que no esperaba es que la repetición de rutinas, la ausencia de estímulos consiguieran también dejar de lado lo que apasiona y conmueve.

Hemos estado año y medio aletargados, nos acostumbramos a una vida de bocas  tapadas en la que, si no se asumían riesgos, se podía acabar aislado, alejado del  contacto físico, un flotar sin más. Hemos acallado miedos y deseos. De golpe nos  desprendimos de la calle y los encuentros, de los viajes, de la diversión de hacer planes. Cuando se volvió a entreabrir la puerta, asumimos que la espontaneidad estaba descartada, que se podían hacer poquitas cosas y estas bajo control extremo.

Aprendimos a reservar para todo, a contar cuánta gente había en una tienda antes de  entrar, a hacer colas en la acera, incluso a pleno sol. Nos acostumbramos a prescindir  del tacto, a huir de las muchedumbres, a salir poco.

Ahora se empieza a hablar de normalidad, de acabar con los límites de aforos y  horarios. Cuesta creérselo. El hábito ha hecho mella y sigue hablando de prudencia, de  contención de “y si...”. El mismo acto de quitarnos la mascarilla en algunos  ambientes nos vuelve a dejar desnudos, probablemente ya no somos los de antes. Se  ha perdido tanto... 

La noche del miércoles estuvimos en el centro en una Jam session. Confieso que me lo  pensé un poco antes de ir a un local cerrado, y encima entre semana. Pero estar  entre amigos bebiendo una cerveza y escuchando buena música fue tan novedoso, nos  trajo una alegría tan inesperada, que casi no nos atrevimos a creer en ella. Se  abre un claro, puede que sea solo un paréntesis, quién sabe, pero la música trajo la  esperanza, el deseo vivo después de tanto letargo, las ganas de tirar abajo la puerta de tanta contención.

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