Me lo estoy imaginando y no puedo reprimir una sonrisa (la risa es de ordinarias y la carcajada, un reflejo del demonio). Digo que me imagino la escena cada noche en las casas (iba a decir hogares, pero no lo merecen) de los carnavaleros esos que llevan 30 o 40 años cantando (cantando dice) sin descansar. Desubicados cada noche de nueve a once, creyendo que en la tele están echando todavía Cañas y Barros y El precio justo. Sin saber cómo se baña al niño ni en qué curso está la niña. Estorbando, al fin y al cabo. Pandilla de flojos. La única forma de escaquearse es bajar al perrito, pero tres veces no cuela por mucho que el can tenga diarreas crónicas. Y qué me dicen de ellas, las 'consentías'. Llevan años aguantando a estos tipos borrachuzos, iletrados, espesos y, lo que es peor, arrogantes por el simplísimo hecho de salir en una comparsa soltando aerosoles por el aire e infectando al público. Qué mujeres estas. También llevan años quejándose de que sus pepes solo piensan en el Carnaval y ahora que los tienen en casa, no los pueden soportar. No hay quién las entienda. Ahora darían un riñón porque la epidemia remitiera y así perderlos de vista todas las noches entre septiembre y febrero. Acabo, que esta fiesta del diablo saca de mí lo peor. ¿Estoy animando a estas mujeres a liberarse? ¿Yo dando un discurso feminista? Me voy corriendo a Santo Domingo que el padre Saturio está hoy de guardia.

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