El coloso de La Isla

La playa es virgen pero no se lo digas a nadie, no vaya a ser que vengan turistas

Veintiún grados al año, esa es la temperatura media. Ni frío, ni calor. Hoy hay treinta y cinco. Cero nubes. Hileras de aparcamientos atestadas con vehículos esperando como hormiguitas en fila, los gorrillas haciendo un trabajo sin cotización. Un donativo, por favor. El miedo al arañazo en el coche nuevo, la solidaridad con los necesitados. Motivaciones varias. El paseo sin paseantes, los pilares sin vigor. Ponte las zapatillas, te clavas las astillas de la pasarela. A lo lejos ves el centro de visitantes que nadie visita, o que nadie visita tanto como debería.

Lanzas las chanclas y el azar las planta en la arena. Llevas la sombrilla, la mesita, las sillas, la nevera portátil, las raquetas, los naipes, el altavoz (con reguetón incorporado), la pelota de plástico, la pelota de cuero. Se te ha olvidado la gorra en casa, la crema de protección solar caduca cada treinta, cincuenta minutos. Es pomada de usar y tirar, te sientes una bota esperando ser lustrada, vez tras vez. El chorizo en la parrilla, literalmente. El sol se baña en tus carnes y agosta los tatuajes. La anciana con un hada en el hombro, el obeso mórbido con una pata de jamón esculpida a tinta china en la pantorrilla. El recuerdo, la nostalgia, de las barbacoas en la arena, el primer beso, el segundo coito, las estrellas guiñándose ojos en la oscuridad mientras la luna espía, paparazzi eterna.

Los niños hacen su trabajo: gritan mucho, preguntan más, hacen digestiones de diez minutos y se meten en lo hondo. Piden helados como si no hubiera un mañana. Toma, un euro. Un euro no llega, papá. Toma, dos. Subes al chiringuito. El nuevo Cactus Jack. El café de lava, el brochetón sabroso. Ponme arroz en paella. Un mojito. Las vistas del anochecer, belleza cruda, te pertenecen. Te haces un selfie y sales como eres.

Escarabajos peloteros trazan rutas por la arena, hay pocas medusas pero nadan en agua templada, a veces, aguatapá. Si te pican, méate encima. De la picadura, digo. Vete adentro y haz pipí. Calorcito en los muslos. Muchas algas. Los perros se solazan por su caminito de Santiago particular. ¿La playa es más canina o adaptada? La bandera azul vuelve a exhibirse en lo alto del mástil. Bandera verde, tetas al aire. Bandera amarilla, quédate en la orilla. Bandera roja, vámonos a casa que viene Stalin. Una hilera de boyas rojas y amarillas marcando un sendero invisible a la zódiac de Cruz Roja, a los vigilantes de la playa, siempre acechantes en lo alto del nido del águila.

A lo lejos, aunque no mucho, frente a la punta del Boquerón, duerme el coloso de La Isla, su castillo, custodiado por los surferos de Campoloco y los conspicuos habitantes de las dunas. Nadie ha visto a Hércules por allí, tampoco a sus leones. Las barquitas zarpan de la arena y los turistas dan vueltas entre sus muros. La playa es virgen pero no se lo digas a nadie, no vaya a ser que vengan turistas. Quién coño será ese tal nadie.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios