Que cada uno haga su propio acto de contrición. Servidora prefiere aprovechar los estertores del año para compartir con ustedes mi preocupación por la ignorancia acerca de nuestra salud mental (algunos le dan la espalda adrede a ilustrarse, lo que tiene más delito). A pesar del bombardeo en redes sociales de consejos guays de autoayuda y esquemas virales con ítems sobre trastornos que nos pueden afectar a todos en algún momento, muchos piensan que están por encima del bien y del mal, y lo de juzgar y jugar y la dignidad y la vida de los demás es peligroso. No tengo más remedio que recordar, con dolor, a Verónica Forqué. Ya empezó a desaparecer antes de irse. Nadie entendió su enfermedad, y como aves carroñeras proliferaron los entendidos en depresión en redes sociales, mostrando empatía demasiado tarde. Mientras otros (muchos) desaparecen, todo vale por un minuto de gloria. Parece ser que hasta que no apesta el cadáver del vecino no sabemos que estaba solo, que sufría solo. Hasta que no brota la sangre, no es necesario cesar los golpes, las maledicencias, y la condena feroz al ostracismo social: el abandono. No sé en otros sitios, pero en estos lares donde el ingenio antes era usado para sobrevivir, éste se pone al servicio de otros menesteres, como envidiosos, mentirosos, desleales y tremendamente crueles que somos. Pícaros y artistas del escaqueo, ¿miento? Generalizo sin temor, qué quieren que les diga, pues si no hiere en la propia carne nos importa un pito el sufrimiento de los demás. No se escarmienta en cabeza ajena, nunca mejor dicho. Así que grito desde aquí la necesidad de pararse a mirar alrededor pues éste o aquel tienen problemas, mochilas complicadas que pesan, y por eso mismo se comportan de una determinada forma. Conviene reiniciar la conducta y subir el volumen a la bondad real, sin golpes de pecho. Vale, quizás por interés descubrimos que reconforta tender la mano a quien lo necesita, y también modernos la lengua, tragárnosla antes de vilipendiar por puras conjeturas. No aumenta la nómina, no se van las arrugas ni mejora nuestra vida cuando se murmura, se difama, se participa en chismes (hundir al maestro en el grupo de Whatsapp de padres tampoco es divertido), o se añade frío a quien intenta disimular la hipotermia de su corazón. Y es que, en mi opinión, también es un trastorno mental esa compulsividad por joder (perdón) al prójimo frágil o enfermo, aunque por fuera no se vea. Así que bueno, antes de llamar loco al de enfrente, mejor calibrar el propio grado de demencia ante el espejo, por si es directamente proporcional a la mala leche. Todo tiene consecuencias, y no hace falta ser un gurú kármico para saber que todo viene de vuelta. Acaba el año, y mi deseo vehemente es que ese Dios que calla y nos observa, no nos de por perdidos, nos eche una mijita el cable y no rompa su silencio con el suspiro desesperado: "ay, esas cabecitas".

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