El jueves pasado fui al centro a las tres de la tarde y, por primera vez desde hace años, pude aparcar en la plaza del Polvorista. No había un alma. Tan sumida iba en mis historias, tan deseosa de llegar cuanto antes a casa y comer, que empecé a cruzar en dirección a correos como si no hubiera salido de la zona peatonal. Entonces, justo en el centro de la calle me topé de bruces con una sonrisa a cara descubierta y no supe qué hacer con ella. Un señor en una motillo, con un casco que le dejaba libre el rostro, sin mascarilla, se había parado sin que yo lo oyera ni lo viera y me sonreía para cederme el paso. Le vi la cara completa. No pitó enfadado para advertirme, no esgrimió su derecho a pasar primero. Se paró, sonrió y me invitó a que cruzara sin merecerlo. Me aturullé tanto que me detuve en seco y dejé que pasara él.

Habitualmente me muevo en un entorno amable. En el trabajo nos saludamos por los pasillos; en clase no estoy cómoda hasta que no relajo el ambiente, intento buscar vidilla asomada a los ojos por encima de las mascarillas. Pero la calle y, sobre todo el tráfico, es otra cosa. Lo habitual es no ceder el paso, ocupar cualquier resquicio de duda para ganar un puesto en la rotonda, disputar quién llegó antes al aparcamiento. Con la bici es mucho peor, molesta a todos. En carretera te pitan, les gustaría que no estuvieras ahí ralentizando el tráfico. Un día una señora se paró en una calle ancha de Valdelagrana, de único sentido y sin salida, un domingo por la mañana para gritarme que me fuera al carril bici. A los peatones, los ciclistas no les caemos mejor. Invaden el carril por descuido o a posta y rara vez el usurpador se disculpa. Una vez, en medio de la subida a la pasarela del río, otra señora que iba en columna de a cuatro se afianzó sobre el carril bici que ocupaba al grito de “¡tó va a ser pa las bicis ahora, joé!”.

Por eso y quizás porque todos tenemos más blandito el corazón en estas soledades pandémicas de bocas tapadas y bastante irritabilidad, les cuento que el otro día me topé en la calle de frente con una sonrisa a cara descubierta que me cedía el paso y, de los nervios, no supe qué hacer con ella.

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