Polémica Cinco euros al turismo por entrar en Venecia: una tasa muy alejada de la situación actual en Cádiz

En aquel San Fernando pobre del callejón de Lista, había pocas cosas que nos diferenciaran a unos de otros, envueltos los vecinos de aquel cruce con Dolores en la misma carencia digna. Una, fundamental, era tener un trabajo más o menos fijo. Si tu padre estaba parado, una de los adjetivos más tempranos que recuerdo y eso que el mío no lo estuvo nunca, entonces era una desgracia, porque lo oías continuamente a los mayores "es que Fulano está parado ahora…", y eras más pobre que la media de pobreza del barrio.

Pero había otra también muy importante. Y definitoria. Tú eras igual de pobre que el vecino de la casa de al lado, o sólo un poco menos, pero tus padres te corregían al hablar para que no fueras uno de esos que tenían "una boca muy fea". Era un juego de amenazas verbales si te oían decir "deo" en vez de dedo o "aro" en lugar de claro. Y de advertencias mucho más subidas de tono, con levantamiento de manos incluido si se te escapaba un "picha". Tan efectivo era que creo que la expresión "¡carajo!" no llegó ni siquiera a formularse en mi pensamiento hasta bien entrada la adolescencia y ya lejos del hogar materno.

No sé si es peor ahora, aunque claro, uno tiene la educación que tiene, pero resulta difícil pasear por esta Isla de mis desamores sin que le asalten a uno por todos los flancos lo que empezó denominándose 'picardías', pasó por la foránea 'palabrotas' y responde ahora a la insustancial 'tacos'. Ya puestos, me quedo con 'disparate'. Y ya puestos también, me quedo con la gente que habla sin trufar sus discursos con estas expresiones, que por su frecuencia ya han dejado de considerarse exabruptos.

No se trata de que sea algo malsonante. El lenguaje está lleno de términos biensonantes que esconden crímenes, por ejemplo 'plusvalía'. Es sólo que el uso generalizado y frecuente de las 'picardías' revela, en el peor de los casos, una triste pobreza mental, y en el mejor, enmascara de manera lamentable la inteligencia del hablante. Y entre un caso y otro, no sé dilucidar cuál es el que se corresponde con tanto grupo que me cruzo y se saluda con rudeza engañosamente viril: "¡Vete al carajo, subnormal", le dice amistosamente un joven a otro.

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