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El barbero de Vallecas

Ella le dio su confianza en forma de voto, acudió a sus mítines, incluso dejó de saludarse con la vecina del cuarto

A las nueve y diez, como cada noche, el Pelu abre la puerta de su casa, un mazacote de madera prensada sin blindaje ni refuerzo, y se dirige al cuarto de baño a lavarse. El agua cae entre sus dedos arrastrando los cabellos perdidos de sus muchos clientes. Abre la palma de la mano y en su arrugada oquedad crea una diminuta laguna que vierte para arrastrar los pelillos por el desagüe. Cuando ya se siente limpio, camina unos metros hasta el pequeño salón donde se encuentra la Puri, su esposa; treinta y dos años de matrimonio y cinco de noviazgo. Nunca le fue infiel, ni de palabra, ni de obra, ni de omisión, pese a algún pensamiento impuro con la vecina del cuarto, aunque de aquello hace tanto ya que ni se acuerda. El Pelu se inclina y le da un beso en la frente a la Puri, que con la rutina que crea el amor, esa misma rutina que lo mata, le pregunta qué tal le había ido el día.

El hombre no ha sido vacunado aún, por lo que no es considerado como anciano por el Estado, pero se siente cansado, los huesos roídos, el alma rota que sufren aquellos que se enfrentan al abismo de la letanía. Se deja caer en su ajado sofá como si hubiera recibido un disparo de esos que paralizan a los elefantes y no puede evitar que se le escape una sonrisa de medio rostro. No es por chulería, sino por una parálisis facial que lo dejó desgarrado hace un par de años. "No te imaginas quién ha venido hoy a la peluquería", le dice. La Puri abre los ojos con interés, aunque no demasiado. A veces se ha dejado pelar en el negocio familiar algún famosete perdido en Vallecas. Le pregunta a su esposo de quién se trata y el Pelu le contesta, obediente.

Cuando acaba de contarle todos los detalles del corte, el barbero se nota agotado, fruto de una emoción mesada con un poso de tristeza. Como una reliquia robada del santo sepulcro, le muestra a la Puri un mechón de cabellos negros anudados con una gomilla. "Me lo he quedado de recuerdo", explica. "Es parte de nuestra historia, pese a todo". La mujer mira el mechón con desagrado. Ella le dio su confianza en forma de voto, acudió a sus mítines, incluso dejó de saludarse con la vecina del cuarto -esa que le echaba miraditas a su Pelu cuando subían juntos en el ascensor- por facha. Por todo eso no entendió nada, al final, y se sintió defraudada como muchos en el barrio. "¿Historia?", pregunta, y su voz se diluye por la estancia como consecuencia de la falta de respuesta de su marido, que se sirve la cena: dos huevos fritos y una docena de papas fritas.

En silencio, con la mirada plana, desbroza un pico de la barra de pan y lo moja en yema amarilla. La Puri está enfadada, lo nota. "Tira esa mierda a la basura", le ordena. Y el Pelu sabe que su esposa lleva la razón. Una vez más.

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