Cuando era un chiquillo, el mes del año que menos me gustaba era agosto. Había cierto componente psicológico ahí, puesto que sentía que cada vez restaba menos para volver al colegio y perder esa libertad que la infancia nos daba un par de meses cada año. Agosto era, en sí, como muchos domingos; te quedas en casa, abúlico, pensando en que al día siguiente has de retornar a la rutina semanal, zambullirte en el mar de problemas y ansiedad. Y, bueno, si pensamos en un domingo de agosto, el último antes de comenzar septiembre, la melancolía se convierte en un venenoso compañero de viaje. Sin embargo, con el pasar de los años he aprendido a disfrutar más de los agostos y los domingos. Lo que realmente me preocupa, desde hace más de veinte años, son los septiembres.

Septiembre equivale al inicio del curso judicial. Es ese mes en el que tanta gente se divorcia (o al menos lo era hasta hace poco, porque muchas parejas se rompen en agosto desde esa prueba mortal que les supuso el confinamiento). Hay también cierta cobardía en la ruptura post-veraniega. Los españoles prefieren divorciarse después de los cumpleaños de los hijos, una vez pasadas las comuniones, transcurrido ya el parón navideño o retornada la familia de las vacaciones en la playa. Un abandono a mitad de julio puede suponer el derroche de un viaje vacacional, la pérdida de la reserva hotelera, y, sobre todo, la ausencia de descanso físico y mental.

Adivinamos en estas pautas un explícito deseo de pulsar el botón de reinicio, de marcar con cincel en piedra la tábula rasa, de vivir con calma todo lo que supone la recién recuperada soltería. Muchas tribulaciones, sospechas, resquemores y rencores cohabitan en el corazón de una pareja que alquila un apartamento en las carísimas quincenas de julio y agosto. Pero es mejor no precipitarse y aguardar el momento oportuno: ese es septiembre.

Otras veces es la propia vida la que nos asalta tocando a rebato, amedrentándonos de improviso, inesperadamente. Algo que, por cierto, también le ocurre a los famosos, para solaz de aquellos que disfrutan del mal ajeno y especialmente de quien tiene fama y dinero. Qué malo ha sido septiembre, por ejemplo, para Risto Mejido y Tamara Falcó. Dos rupturas con distintas lecturas: desgaste contra infidelidad.

Ambos habrán de fortificarse en la resiliencia, término de la psicología clínica que han puesto de moda aquellos que no diferencian agosto de septiembre. Mientras el chico malo de los talent shows parece sinceramente descorazonado -"El dolor lo invade todo. No tengo fuerzas ni para responder a las burlas"-, la marquesa de Griñón se mostró muy entera hablando de su ruptura con Pablo Motos, en pleno horario prime time televisivo. Viéndola divagar sobre vídeos, conciertos y excusas varias, me produjo cierta lástima, pero no por ella. La gran mayoría de las parejas que se rompen en septiembre no tendrán una segunda temporada de su vida en Netflix con la que monetizar su dolor.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios