Polémica Cinco euros al turismo por entrar en Venecia: una tasa muy alejada de la situación actual en Cádiz

Cuenta la leyenda que dos poderosos caballeros se encontraron a la puerta de un castillo que había conocido ya a varios reyes en el pasado. Eran hombres disímiles, tan extraños el uno al otro que parecían hermanos. El más alto peinaba briznas de tizón blanqueado por el tiempo; el más bajo lucía la barba recortada con esmero para evitar la apariencia de doncel. Tenían mucho en común: el mismo comienzo y el mismo fin, los mismos intereses y el amor a la misma mujer, que era su patria. Como si fueran estandartes de los clanes shakesperianos, el hombre alto y el hombre bajo se saludaron chocando sus codos mientras se sonreían cortésmente. Las espadas les colgaban del cinto, adornadas por bruñidas vainas de oropeles viejos. Eran las armas de sus antepasados. La del hombre alto tenía impreso el capullo en flor de una rosa y la del bajo el ave de playa huida del mar. Como rivales que eran ponderaron las armas del contrario, admirándolas y deseándolas como si fueran las rubias reinas de sus corazones.

Lo más cruel de su encuentro fue que no tuvieron nada que decirse. Callaron como novios en la primera cita o esposos en la última, trémulos y esforzados, durante varios minutos. Luego intercambiaron cuchicheos, lejos ya de la multitud que se había congregado en torno a ellos, y se introdujeron en el castillo, fortaleza morisca que conociera días mejores en el pasado. Una vez dentro, se sentaron a una mesa uno frente al otro, en silencio, mirando el reloj de arena que lustraba la sombra de su incapacidad para comunicarse. Explica la leyenda que aunque lo hubieran intentado no lo habrían conseguido porque hablaban dialectos diferentes. Dialogaron sirviéndose de pacatos gestos amanuenses pero les resultaba tan complicado como si dos mudos cantaran óperas. Finalmente, el caballero de la flor próspera ofreció una copa de vino al del ave marina, que éste declinó, por lo que entendieron que su reunión había fracasado.

Se condujeron juntos a la puerta del castillo, ése que moraba el hombre alto y ansiaba el hombre bajo y, una vez en su umbral, se despidieron casi sin mirarse. Tenían demasiado en común como para poder forjar una amistad que sus familias jamás les hubieran perdonado, pero no podían evitar sentir cierta simpatía mutua. Uno era un extraño en el paraíso y el otro un juguete de la desilusión. El frío de su propia rigidez les atenazó y evitaron darse las manos en un ademán más torpe que inquieto. Se miraron tímidamente sintiendo que habían fracasado, que podrían haber buscado un lugar donde comenzar y otro donde continuar. Se sintieron hombres ancianos, tristemente alicaídos, como si su fracaso implicara la ruina de una nación. Aun así se alejaron de sí mismos sin atreverse a volver la vista atrás, tan ajenos a su futuro como displicentes con su pasado. Cuenta la leyenda que su impericia para articular sonidos causó la perdición de ambos y que, tras su caída, el reino padeció años de sequía, enfermedad y un gélido silencio.

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