Hace treinta años asistí a un acto importante en el Monasterio de La Victoria. Unos muchachos regalaban junto a la entrada arbolitos pequeños. Me dieron uno y di las gracias. Alguno comentó en voz baja y sin conocerme: para qué se lo das si va a tirarlo.

Lo sembré en un rincón protegido de pisadas y posibles balonazos de mis hijos y sus amigos. Creció. Se ha hecho tan grande que es imposible dejarlo donde está porque puede tirar la valla que linda a cuatro casas. La última consulta por salvarlo ha sido al experto “señor de los jardines”, Javier Delgado Poullet, de esta ciudad. Me ha confirmado que donde está, no hay más solución que quitarlo. Y me apena la tala de ese árbol, compañero de casi media vida.

El dolor por su poda, o la resignación ante la realidad de que nada ni nadie duraremos para siempre, me hace aprovechar este espacio para rememorar tiempos verdes.

De mi abuela comentaba alguna vecina que tenía manos verdes. No sé si eso existe, pero recuerdo el tiempo que pasaba cuidando un sinfín de plantas sembradas en macetas de barro y ollas viejas. Todo recipiente al que le entrara tierra era aprovechado para poner, intuitivamente, la planta adecuada. Aquellas casas portuenses disponían de espacios comunes como las azoteas, en donde nunca corríamos por las posibles goteras, patios sombreados con helechos, o con sol donde podían lucir parras y jazmines. Entre los barrotes de los balcones se escapaban claveles, brujillas y geranios. Recuerdo parques y jardines repletos de pensamientos. Los jardineros eran respetados, incluso llamaban la atención de niños desobedientes delante de sus madres si, jugando, pisaban alguna planta. Y trabajaban diariamente, sin móviles.

La historia ha cambiado bastante. Salvo en Vistahermosa, pocas veces vemos jardineros. Habría que cuidar mejor nuestros jardines e incentivar el cuidado de patios y balcones. ¿No nos agrada verlos cuando visitamos otros pueblos y ciudades? ¿Por qué no incentivamos esa costumbre, si pretendemos vivir del turismo?

Es responsabilidad de todos: Ayuntamiento, Concejalía y, por supuesto, de cada ciudadano la mejora de las zonas comunes. Lo que, idílicamente, llamamos la casa de todos.

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