Viernes Santo Horarios, itinerarios y recorridos del Viernes Santo en la Semana Santa de Cádiz 2024

Si uno posee algo sin miedo a perderlo puede permitirse el lujo de no usarlo jamás. Como ese abrigo que no nos resignamos a ceder a otras personas para que puedan darle el uso que nosotros no le damos. Allí, abandonado en la parte trasera del armario, la pobre prenda ve los días pasar sin que nadie se atreva a sacarla de su funda. Sentirnos poseedores de él es lo único que nos interesa. Las estaciones se suceden y, de pronto, un día un mecanismo de nuestro cerebro nos hace volver a él y querer usarlo. Ahora es tarde, señora, que diría la Jurado. Alguien decidió por nosotros que ese abrigo merecía una segunda oportunidad y no sería sobre nuestros cuerpos. La pena y la rabia nos invade. Olvidado durante años el sentirnos lejos de él nos produce pavor. El estar tanto tiempo tranquilos y seguros de su posesión se vuelve en nuestra contra. A veces es una abrigo, a veces son las personas y en ocasiones es la vida.

La seguridad de compañía en el sofá al volver del trabajo invita a que la conversación sea inexistente. La mera presencia de un compañero, que estará ahí de por vida, nos tranquiliza. No es necesario hablar, cuidar o mostrar preocupación. El sentimiento de pertenencia a un grupo, una pandilla, que diría un chaval, es mucho más de lo necesario para sentirnos realizados. Ese grupo de Whatsapp que se convierte en un hervidero de cotilleos de los que empaparte es más que suficiente. Nada de reuniones, cafés de media tarde o noche de pelis y series. Ya habrá tiempo para todo eso, sólo hay que ponerse de acuerdo. Pero no ahora, mejor cuando todo esté a punto de saltar por los aires y de aquello que creíamos nuestro sólo queden las cenizas.

Aquella mañana desayunamos, tostadas ennegrecidas y café recalentado. Formaba parte de la rutina, esa que pasa de puntillas sin que nadie repare en ella. Total, ¿quién deja de comer tostadas de un día para otro? Pues el mismo que deja un abrigo cogiendo polvo durante años, confiado de su eterna presencia, y cuando por fin se decide a echarle mano ya cobija del frío a otro desabrigado cuerpo. La felicidad era un abrigo rojo con el forro roto que esperaba sobre una silla mientras, una mañana más, se volvían a calcinar las tostadas. Aunque eso no lo supimos hasta que nos tocó helarnos de frío.

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