El día de Reyes había más gente en la calle que en la playa el día más caluroso de agosto. Pero ayer hacía un frío de tirititío. Al pasar por la esquina de San Antonio y Lauria, enfrente de la plaza, frente justo al Copacabana, -de Antonio Vera y Nidia- una tapa a tiempo es una victoria, vi por el rabillo del ojo, a un señor con gorrilla toreando en medio de la calle, muleta roja y todo. O era un majara o es publicidad. O divertimiento. O… se me fue la mente a las calles mal empedradas de la Isla de entonces. Los niños de posguerra jugábamos a los toros. Se toreaba en las calles a cuadrilla completa y las niñas hacían de público. Y las vecinas. Éramos pobres pero imaginativos. Y era un juego como lo era el fútbol, las cuatro esquinas o la pídola. O los bolis. En aquella Isla los niños queríamos ser militares, curas o toreros. Las fórmulas, para nosotros, más seguras de no pasar hambre el día de mañana. Recuerdo un camión de las fuerzas armadas recorriendo las calles para recoger a los jóvenes que ingresaban en el seminario… A estas alturas, cuando Mariano José de Larra, abría su ensayo Corridas de toros, en francés, Vous connaissez l’ horreur des spectacles affreux ,Dont les romains faisaient le plus doux de leurs jeux. Más o menos, "conoces el horror de los espectáculos espantosos que los romanos hicieron el más dulce de sus juegos".
La vida, la fiesta y las costumbres han dado 360 giros tantas veces con nuestras costumbres, que el que lo desconozca no sabe que existieron. Lo del toreo en la calle, digo. Y lo del seminario también.
En los alrededores de la plaza de toros, de cuando en vez, venía alguien a pedir una oportunidad y las vecinas, algunas, le quitaban todo tipo de hambres. El que tocó en la isla se llamaba Fortuna, y era muy pobre. Hay quien dice que desde entonces la isla tiene gafe.
Un compañero de estudios del Instituto, se metía por las noches en el matadero, con una bata que le quitó a su madre. Entraba por una canaleta de desagüe, muy amplia, y un día, echaron el producto de descomer de una res con diarrea, y cuando se arrastraba para entrar, le llegó desde la cintura hasta las cejas el magma intestinal. Se llevó dos o tres días que el hedor no se le quitaba con absolutamente nada.
Otro día se ausentó y no volvía a su casa. Avisaron a la policía. Cuando lo encontraron estaba subido en un árbol en la huerta de Campos, porque abajo había una res que lo esperaba para trincharlo con una infinita paciencia. Desde entonces se le acabó el toreo. Hasta el de salón.
Y es que todo aquello era por la gloria de quitarse el hambre. Así torearon en la Isla gente como el Pin o el Niño de la Casería, que cuando veía un animal muy grande, pedía que lo llevaran a la cárcel directamente, o Pepe Mayé, quien según Rafa Toledo, se tiró de espontáneo en la Ínsula con una percha donde iba atado un pijama por muleta…
Cosas de la Isla. Aunque me duela ahora comprobar que un animal vale más que una persona, cuando se matan más mujeres que nunca. Por eso que torease el Menta o el Minglanilla Chico que era perpetuo mal torero, o Gorda II o Nicolasa Escamilla La Pajuelera, quien llevaba la "ignominia del devoto femíneo sexo" como le cascó un crítico, me deja igual. Entonces había hambre, ganas de superarse, y no era un estado de bienestar pero se podía vivir. Aparqué el coche y subí. Era verdad. Allí estaba toreando sin toro, pero con trastos de verdad, un señor con gorrilla y que además, se jaleaba sólo.
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