Nunca tengo las plantas más bonitas que en junio. Además, como la primavera ha sido fresquita, están en su salsa. Apenas las riego un poco y ellas me regalan sus mejores verdes. Hay una enredadera, la parra virgen, que es pura efusión. Cada invierno se queda sin hojas, en primavera despuntan los brotes y, casi de un día para otro, se vuelve expansiva, exuberante, se desboca de júbilo hasta cubrir toda la pared.

Cuidar las plantas tiene algo de trascendente, desarrolla la confianza y la paciencia, la fe en la vida. Quizás por eso el amor a la jardinería no es propio de la juventud, sino de la madurez. Hay que ser capaz de podar y esperar; plantar un esqueje y confiar; cambiar de sitio una maceta y aguardar a que se ambiente. Cuando era pequeña, los adultos siempre hablaban de plantas. Mi abuela Carmen “tenía mano”, era habitual que mi padre trajera de su casa enormes alocasias que hacían las delicias de mi madre. Mi abuela Chelo cuidaba las pocas plantas que cabían en su balcón. Prestaba una extraña atención a una esparraguera que a mí me resultaba sosa y triste. En casa se cuidaban las apidistras con mimo y se metían en la oscuridad de la chimenea para que fortalecieran sus hojas al buscar la luz. Cuando mi hermana pequeña nació, mi tío Manuel nos llevó al resto de los hermanos a pasar el día al campo para que dejáramos descansar a mi madre. Recuerdo la felicidad por la recién nacida mezclada con la alegría amarilla de correr entre la espesura de los jaramagos en flor. Pero no era así, en la oralidad de mi Martos natal yo no era pequeña sino chica y no había apidistras, jaramagos ni alocasias, sino pilistras, jamargos y colicasias.

Observar las plantas nos recuerda que no somos esenciales para la Tierra, que el mundo verde sin nosotros, se desbordaría y lo cubriría todo. Lo he visto en el jardín de la casa familiar que, mi madre primero y mi padre después, atendieron con cariño. Sin ellos, ha bastado regar de vez en cuando para que el limonero produzca limones como loco y las tapizantes y rastreras se desmanden fuera de los arriates.

Amar la naturaleza ayuda a entender que estamos de paso, pero también que formamos parte del milagroso ciclo de la vida.

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