Paseando por Pinar del Río, la ciudad cubana donde vivo, escuché decir a una mujer: "El que no está metido en trámites no sabe lo que es vivir". Inmediatamente llegó la cubanísima respuesta de otro paseante. "¡Así mismo es!".

Yo no ando metido en trámites, pero, por lo que me cuentan, debe ser un auténtico calvario. O un laberinto que parece sin salida y que cuando, por fin la vislumbras, sientes que una mano te agarra del pie y tira de ti para abajo. Siempre hay, como decía el uruguayo amigo de Cádiz, Eduardo Galeano, personas "capaces de encontrar un problema para cada solución".

Imagino que todos los países intentan simplificar la vida de "los ciudadanos metidos en trámites", y deseo que fórmulas como la ventanilla única, u otras semejantes, destierren para siempre aquella pesadilla del "vuelva usted mañana". Pero, mientras eso suceda, me quiero referir ahora a otro tipo de trámites u obstáculos que nos complican la vida y que impiden nuestro propio desarrollo. Se trata de algunos rasgos internos que forman parte de nuestra personalidad, y que tanta influencia tienen en nuestra vida.

Cuando los empleados de una empresa, invitados a ir a la funeraria a despedir el cadáver de quien impedía la promoción de los trabajadores, se acercaban al ataúd a contemplar el rostro del difunto… descubrían el suyo propio reflejado en un espejo.

La falta de confianza en uno mismo, la falta de valor, las pocas ganas de trabajar o de esforzarse por conseguir algo, la incapacidad para trabajar en equipo, y un largo etcétera, forman la lista de esos obstáculos que tanto nos perjudican. Cuenta André Gide que en una encuesta realizada en un hospital de enfermos terminales a los que se les preguntaba de qué se arrepentían más en sus vidas, la respuesta era que no se arrepentían de lo que habían hecho; sino, sobre todo, de lo que no se habían atrevido a hacer.

¡Ojalá que ni los trámites externos ni los obstáculos internos, nos impidan vivir una vida plena y menos laberíntica!