Mis profesores favoritos son los que no hablan de que son profesores. Iván Onia

La docencia es una profesión de riesgo. Y no me refiero a estar en un aula con chicos cabreados con el mundo (disruptivos, se les llama), o que en algunos centros vuelen sillas por las ventanas. Qué va. Sería algo puramente anecdótico. Me refiero a que el docente tiene muchas posibilidades de caer en el abatimiento y la tristeza, asfixiado entre informes, competencias e ítems surrealistas de evaluación. La imagen del maestro entregado en exclusiva a su labor es puro romanticismo, ya que ahora es un ente multitarea que con muy poco margen (de vida) debe cumplir con una burocracia absurda que, visto lo visto, no le hace bien a nadie. Sí, me refiero a los últimos casos de suicidio entre el alumnado, por ejemplo. Hechos puntuales, sí. Pero creo que es hora de reflexionar sobre la vida en los centros educativos. A lo mejor falla buena parte del engranaje o la maquinaria entera. Además, la opinión pública culpa en gran medida al profesorado, por abandonar a los alumnos que sufren y no vigilar a los causantes del sufrimiento.

Puede ser. Pero nadie se plantea que a lo peor no hay recursos, ni tiempo, ni voz para que dediquen tiempo de calidad a lo que importa: las personas que se están formando y que son nuestro futuro. Pero voy a lo que voy. Enseñar no es cosa de risa, pues un gran poder conlleva una gran responsabilidad como diría el Tío Ben a Spiderman. Aunque un profesor no sea un superhéroe, no hay nada más poderoso que su influencia, y debe tener espacio para volar, aire en las alas y todo el respeto social, necesidades que el sistema actual tan desilusionante, no tiene en cuenta, a pesar de los gurús de turno. Permítanme que desconfíe, igual que desconfío de los que se autoproclaman enseñantes con prestigio, por ser duros, estrictísimos (y odiados), que aplican la constante macabra (si no saben de qué se trata, les animo a descubrir el libro homónimo de André Antibi) para mantener su elevado número de suspensos, aunque lleven al fracaso a alumnos geniales.

Son los que tampoco permiten avanzar y siguen a rajatabla los porcentajes impuestos, arrinconando a los que no son menos profesionales por ayudar, motivar y sufrir al no tener más remedio que suspender, y que saben ver más allá de la media numérica. Esos que son considerados blandengues. Me contradigo si afirmo que los acólitos de la enseñanza antipática son necesarios, pues preparan para la vida real y difícil. Pero entiendo que la motivación y la empatía es a lo que siempre hemos llamado vocación en la enseñanza, valores fundamentales para la vida. Los porcentajes embotan los sentidos, los objetivos mínimos a veces son de humo y es muy posible que sumergidos en hojas de cálculo, un grito de auxilio nos pase desapercibido.

Soy profesora. Elegí esta profesión más para aprender que para enseñar. Y no me importa que me evalúen cada día a mí desde cada pupitre, ni que sepan que sí que me duele, muchísimo, catearles mi asignatura, si así debe ser. Procuro que recuerden estos días con cariño. Sí, soy una blandengue.

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