Esta noche, una joven portuense, hija de amiga y compañera de gremio, participa en un programa nacional que se llama Got Talent, que yo nunca he visto, pero, oye, es para enorgullecerse. Otro colega acaba de estrenar su propia obra de teatro en Londres, la cual dirige y protagoniza él solito.

Tengo amigos y conocidos que reciben premios literarios de renombre. Los tengo que triunfan con su música en Japón, Sudamérica o Barcelona. Gente que baila para rabiar. Campeones con diversidad funcional. Cineastas, pintores y artistas gráficos que son unos máquinas. Conozco gente con gran habilidad para diseñar alpargatas y ases de la cocina haciendo sushi o albóndigas.

Hay quienes sobresalen en la biología, en la enfermería, en la docencia escolar, en los estudios antropológicos. Hasta tengo amistades talentosas en el uso del Tinder. Y hay, cómo no, quien muestra un enorme talento para hacer chapús en un santiamén, cultivar acelgas con destreza, limpiar retretes afanosamente, tender la ropa sin que se agujeree, criar vástagos sin sufrir estrés (o con estrés, qué más da). Talentos que alabo y que respeto profundamente a pesar de lo que sufren en la precariedad del momento, las estrecheces, la temporalidad, el ninguneo.

Claro que si le damos la vuelta al escaparate, nos podríamos dar un chocazo de frente con otros talentos más inmediatos, cómodos, rentables a corto plazo pero feos: Talento para gestionar mal, construir mal, pagar mal, contratar mal, insultar y agredir, acallar, desalojar, para horadar suelos, pudrir patrimonios, embolsillarse contratos rarísimos, para redactar planes de ordenación urbana enfangados desde el principio, para reconocer el plagio de una tribuna libre dentro de otra tribuna libre. Yo qué sé. Hay talento pa to.

La Bahía siempre ha sido tierra de talento, vale. Incluso yo tengo talento para hacer tortilla de papas, lo admito. Pero, a ver, contestadme, ¿sabéis a cuánto se paga el kilo de talento del bueno? ¿Cotiza en bolsa? Pues eso. Seguid pensando en el turismo.

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