Los últimos alcaldes se han olvidado de mí y así vamos. Así está todo. Vacío, decrépito. Lo notas, ¿no? Pues eso es lo que ocurre cuando no cumplen su parte: que paga todo el pueblo. Así de claro. Recuerda que yo estuve cuando se hundió el puente de San Alejandro, yo hice destruir la Colorá, yo estuve en la primera piedra del parking de Pozos Dulces, yo soy quien cierra las tiendas del centro. Pactar conmigo no es firmar un contrato laboral que puedas saltarte cuando te dé la gana.
Todo alcalde o alcaldesa que cierra un trato conmigo, desperdicia inmediatamente su inteligencia y sus habilidades y se concentra en la soberbia, la codicia y el egocentrismo. A cambio, triunfa, mejora su estatus social, come mejor, viaja gratis, amplía redes de contactos y, por regla general, aumenta sus ahorros. Y eso que, quizás, se conformaría con saludar enchaquetado a cualquier viandante, enfadarse con sus asesores de vez en cuando, fotografiarse con asociaciones o delante de macetones y bordillos, y recibir invitaciones a actos floridos. Por tu parte, en caso de que aceptes, el acuerdo incluye una serie de sacrificios y ofrendas que debo recibir en tiempo y forma. Nada complicado. Ya no estamos en tiempos de pedir cabrones degollados ni sangre de panarria virgen. Solo tienes que jugar a mi juego, mostrarme simpatía y rendirme pleitesía: escuchar mis lamentaciones, postrarte ante mis demandas, venerar la alimentación saludable de la gente, pagar las facturas de todos tus súbditos, incluido el alquiler. Todo esto te lo digo porque quiero que leas todas las cláusulas con detenimiento. Que te lo pienses bien. Por el bien de este pueblo, te recomiendo que te comprometas y no me falles. No nos falles. ¿Quieres éxito? No olvides tu deuda. Tienes hasta mayo. Encantado de conocerte. Espero que adivines mi nombre. Eso que te desconcierta es la naturaleza de mi juego.
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