Hubo un tiempo en el que el Carnaval era solo un divertimento para gaditanos tiesos. Vamos, un bajunerío controlado entre los muros de nuestra Trimilenaria ciudad. Hasta ahí era medianamente aceptable, aunque para mí igualmente detestable. Luego, mi rechazo (y mi asombro) se multiplicó por cien cuando comprobé la repercusión que iba teniendo esta ¿fiesta? de iletrados, con el coeficiente de inteligencia de un rinoceronte de Sumatra, fuera de nuestras fronteras. Pero lo que ya acabó por matarme, ay Virgen del Rosario, fue ver cómo la provincia andaluza que más se interesaba por esta mamarrachada anual era... ¡Sevilla! Por Dios, ¿qué le habéis visto a esto? Ustedes, criados desde pequeños en la fe y apuntados como hermanos de las cofradías en la misma incubadora. Ustedes, los del buen gusto en la preparación de los cultos, en el vestir de las imágenes, en la manera de llevar los pasos, en la forma de sentir una saeta en la calle Cuna al paso del Señor de la Pasión, en el respeto al presenciar los cortejos de nazarenos... ¿Qué ha ocurrido para que tantos sevillanos se hayan convertido a la burricie pagana del infame papelillo y la grotesca careta? Qué decepción, Virgen de la Esperanza. Me consuela al menos que algunos gaditanos de orden hayan realizado el camino inverso alejándose de la ordinariez y abrazando con pasión el fervor cofrade. Salieron huyendo de los coros. Mi homenaje a Juan Manzorro, Fernando Pérez, Pablo Durio y Manuel Ruiz Gené. Que Dios siga iluminándoles. Amén.

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