Qué miedo vivir en la Isla ¿no?, me dicen, y seguramente con razón. No soy epidemiólogo ni lo quiero ser, y menos en tiempos como este en los que la especialidad se ha llenado de aficionados, poniendo muy difícil su ejercicio. Pero algo debemos estar haciendo muy mal si la ciudad está en los primeros puestos en la provincia en la desafortunada clasificación del covid-19.

Lo primero que cabe pensar es que los isleños se han lanzado en masa a desoír las indicaciones de prudencia en lo que toca, sobre todo, a reuniones sociales y familiares. En esto no cabrían errores. Sería como en los exámenes: los que menos estudian tienen más posibilidades de suspender. O como en el consabido ejemplo, cuanto más juegues a la lotería mayor es la probabilidad de que te toque. Y aquí, obviamente, nos hemos lanzado como locos a comprar papeletas.

Y ahora, después (o en medio) de todo esto, con el centro de la ciudad cerrado, familias enteras desamparadas en domingo de bares, ventas y paellas en los campitos, se lanzan a tomar los alrededores abiertos, senderos marismeños y salineros, cañadas al borde de los esteros y caminos desolados bajo los eucaliptos en las cercanías de La Casería. Lugares abandonados y ruinosos en las cercanías de San Carlos ven pasar pelotones de personas como casi nunca antes (sólo cuando nos soltaron en desbandada durante el confinamiento) y mucha gente descubre, tal vez, la vergüenza de ver esos paisajes olvidados por todos menos por los alevosos arrojadores de basura. Muros caídos por aburrimiento, baches hundidos de soledad, escombros que han perdido hasta la capacidad de hablarnos del pasado: la Isla lejos del centro por la que, hasta ahora, no pasaba nadie.

No hay cintas que cortar en esta Isla alejada, ni lugares apropiados para que los concejales y los militares, responsables de su cuidado, se hagan fotos, ni logros que mostrar ni sonrisas ufanas. Sino medallas embarradas y cadáveres sin armario para esconderlos. La gente, en su paseo liberador de las angustias pandémicas, pasa también a su lado como si no pensara nada. La Isla periférica, en toda su extensión. Y sin vacuna a la vista para este mal.

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