Nunca me había parado a pensar en cómo abraza una madre hasta el jueves pasado. Contra viento y marea, servidora de usted desconectaba de su jornada laboral con el poquito de frivolidad que -polémicas a parte- regala GH VIP. Poco asidua al formato, descubrí que lo que para mí era la gala final no era más que una velada en la que las finalistas se reencontraban con sus familiares. Cuatro mujeres de armas tomar se veían las caras por primera vez, después de tres meses, con sus madres (tres de ellas) y con su hija (la concursante veterana). Intoxicada por el coaching y el perpetuo análisis corporal que expertos del mundo han hecho a los políticos en la precampaña, a esta que escribe le salió la vena coach. Si ellos pueden leer mensajes cifrados en la expresión corporal, una, que está familiarizada con el lenguaje no verbal por vocación, también.

Y ahí estaba yo. Entre los llantos de una y los alaridos de otras, observaba con detenimiento la manera en que madres e hijas se entregaban a los únicos cuerpos que tal vez consideren casa. Cuatro madres, cuatro hijas y una única manera de abrazar. Algunas con pausa y detenimiento, como si sintieran la necesidad de volver a descubrir cada recoveco de la otra. Otras con decisión y una tierna brusquedad, como si ese cuerpo fuera efímero y fuese a desaparecer en el siguiente pestañeo. Pero todas (las hijas) entregadas a unos brazos que, protectores, siempre las rodeaban a ellas. Las madres abrazaban, las hijas se dejaban abrazar. Las primeras, como lo hace mamá gallina cuando cobija bajo sus alas a sus polluelos; las segundas, como si esos brazos fueran el único puerto en el que atracar, en el que por fin echar anclas.

Los mismos coaches que me han servido de inspiración aseguran que los sentimientos hay que experimentarlos y mostrarlos en igualdad de condiciones, que una relación sólida se fundamenta en el fifty-fifty. No saben que hay relaciones que traspasan normas, los objetivos del manual de los sanos sentimientos y, por supuesto, la comprensión a toda lógica. No saben que una madre siempre será ese abrazo en el que romperse y recomponerse, aunque ambas experiencias parezcan contradictorias, y que un hijo sólo se entregará de forma incondicional al abrazo de aquella que lo trajo al mundo. Quizás por ser los primeros brazos, quizás por ser el único lugar en el que la desnudez nunca nos hace vulnerables. Sea como fuere, lo que yo siento cuando me abraza mi madre sólo podrás saberlo cuando te abrace la tuya.

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