El largo invierno da lugar a demasiados agotamientos. Las personas necesitan descansar y los que viven lejos de nuestra ciudad, a veces, ansían recuperar los momentos mágicos de la infancia y la juventud. Esas entrañables tertulias en la playa, los atardeceres que la bahía regala, los largos paseos con las pandillas donde el tótem era cualquier guitarra y las canciones que ya entonces, empezaban a estar pasadas de moda pero que acudían a nuestras gargantas cada atardecer. Ese Puerto con sabor a antiguo en donde las tradiciones y los pocos bares que había eran un punto de encuentro seguro. ¿Qué habrá sido de él?

Hoy he cenado en una hamburguesería con mis nietos como premio a algo. Dentro del lugar no sabía si estábamos en Jerez, Sevilla o Madrid. Da igual porque apenas hay diferencias entre ellos. Ni que decir tiene que si lo que necesitamos es algún vestido nuevo, las grandes superficies ofrecen casi lo mismo en una punta u otra del país. Las salas de cine, los bares de copas, las bebidas, las formas de alimentarnos se parecen tanto que no sé si los que vienen buscando a este pueblo nuestro lo llegan a encontrar o solo ven en él una parcela cualquiera, un rincón de las capitales.

En estos momentos me comenta mi nieto que le ha gustado muchísimo ver como el sol se escondía tras el mar. La verdad es que desde la pasarela de la playa de Las Redes hemos disfrutado de una puesta de sol espectacular. Y como mi pensamiento ya iba enredado en la forma de encarar este artículo, él me lo acaba de desmontar. La ropa o las hamburguesas pueden que sean idénticas. La gente detenida en silencio despidiéndolo, la avalancha de gaviotas sobre la arena, este sol de hoy y este mar abrazándolo, no. Tal vez por eso nuestro pueblo siga mereciendo ser visitado y en los que viven fuera perduren los mejores recuerdos que les den fuerzas para enfrentar los problemas de las grandes ciudades y, sobre todo, que afiance el sentimiento de pertenencia al pueblo de sus abuelos de modo que lo reencuentren cada verano.

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