Análisis

Manolo Fossati

Realismo mágico

Arrojar bombonas de butano vacías (se supone) es la última de estas acciones incívicas que sufre el terreno, abandonado por todos menos por los que aprovechan para que sus perros corran libres y por los que lo usan para deshacerse de sus cosas indeseables, como si esto ya no fuera La Isla

Han aparecido un montón de bombonas tiradas en la zona de La Casería, que ya podría ser llamada ‘la última frontera de la Isla’, un lugar mágico al estilo realismo latinoamericano en el que de pronto llueven del mismo cielo cosas imposibles, enseres domésticos por ejemplo, que encuentran su lugar sobre la tierra como lo hacían sobre las aguas aquellas piedras como huevos de dinosaurio que oponían su redondez a la corriente del río de Macondo.

En el barrio pasan cosas extraordinarias como esa de las bombonas. En un momento dado y casi de la noche a la mañana desapareció una factoría puntera de bienes de equipo, y en el sitio baldío de la Fábrica de San Carlos brotaron de sus fondos miles de kilos de metales que atrajeron a improvisados mineros, como en una nueva y loca 'fiebre del cobre' que duró muchos meses. En una ocasión, de pronto llegó un camión enorme con un pequeño grupo (equipo, mejor) de hombres de acento rumano que, con determinación y precisión únicas, se pusieron a ahondar en un solo lugar. En sólo dos días descubrieron un enorme tanque con paredes gruesas de metal, lo desmantelaron y se lo llevaron para desaparecer con su pesada carga.

A la vez que los esforzados operarios buscavidas del pico y pala se repartían las zonas de excavación con un criterio infalible, como si alguien les hubiera vendido los planos de las conducciones de la antigua industria, comenzaron a llegar otros miles de voluntarios anónimos que se empeñaron en llenar de basura y escombros de todo tipo lo que se vaciaba de material vendible.

El proceso físico de desaparición de San Carlos se asemejó al que llevan a cabo sobre el cadáver de un antílope en la sabana africana, primero los grandes depredadores, después los carroñeros y por último los innumerables insectos y bacterias que habitan el planeta, hasta no quedar nada. Pero en este caso, es como si a ese aprovechamiento inevitable y, a fin de cuentas, válido para la vida, le hubiera seguido la maldición de convertir el solar en el muladar de una comunidad que ya no encuentra formas de producir más desechos.

Arrojar bombonas de butano vacías (se supone) es la última de estas acciones incívicas que sufre el terreno, abandonado por todos menos por los que aprovechan para que sus perros corran libres y por los que lo usan para deshacerse de sus cosas indeseables, como si esto ya no fuera La Isla.

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