No es asunto nada baladí éste de las arenas de La Puntilla. Muchos porteños de los que ahora peinan canas e incluso de los que ya ni eso pueden, andan un poco moscas con este trasiego de arenas de pueblo en pueblo sin contar con la anuencia ni de las mojarras de aquí, ni de los supuestos cangrejos moros de allí.

La mudanza, motivada dicen que por necesidades regeneradoras, es posible llegue a favorecer también la aparición de un estado depresivo que, incluso, puede convertirse en melancolía silícea por desarraigo.

No voy a negar que últimamente en mis paseos puntilleros otoñales, he notado cierta pesadumbre mezclada con impotencia provenientes de esas pizquitas de arena que se ven abocadas sin pretenderlo, a diluirse entre las aguas estancadas de la ciénaga que siempre fue La Cachucha de Port Royal.

Merecían mejor tránsito, quizás morir envueltas entre recuerdos infantiles del último verano. Más atrás quedan esas arenas que fueron partícipes necesarias y receptoras de los náufragos que supervivieron a la Batalla de Trafalgar después del hachazo que entre Nelson y el levante dieron a la flota aliada franco española.

Arenas convertidas también en cementerio de cuadernas, trinquetes y velachos provenientes de los golpes de mar encajados por nuestros hombres más valientes, los pescadores pobres de ayer y ahora como bien canta Rosa León musicando los versos de nuestro Alberti.

Arenas que sirvieron hasta no hace mucho a nuestros arrieros que, desde el Camino de los Enamorados se adentraban en sus entrañas llenando los serones de esparto que portaban los burros para abastecer las calerías de El Puerto.

Salvador Cortés Núñez ‘El Chigüi’, nos lo recordaba contando en voz alta su relación con el borrico Liviano, propiedad de su abuelo, y que manejaba mejor que nadie el Paquiro, arriero que le permitía hacer la travesía a la playa montado en burro en los días ociosos del estío porteño.

Estoy convencido que de todo esto la Demarcación de Costas de Andalucía Atlántico no tiene ni pajolera idea, y es por ello por lo que se atreve a extraer la arena de La Puntilla sin tan siquiera consultarle al santiscario del borrico Liviano. Les sugiero deambulen con cuidado por esos despachos porque dice el refrán que un jumento hace ciento. Avisados quedan.

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