No son pocas las mañanas, cuando el invierno se acerca, en las que antes de que el sol asome la niebla envuelve todo. No son pocas, no son pocas las mañanas en las que todo parece turbio, frío, de un húmedo y pegajoso abrigo que se envuelve en su blanca capa.
No son pocas las mañanas en las que El Puerto despierta sin fuerzas para bostezar, cansado del run run insistente de la crítica, y así, como en esas mañanas que no son pocas, nos despertamos en no pocas mañanas con las fotos frías y turbias de la ciudad.
Paredes caídas, losas sueltas, redes desprendidas, árboles caídos, papeles arremolinados, suciedad en las calles y en las bocas, en las bocas empañadas de absurda desesperación, en donde lo mismo caben el bien y el mal en función de la postura que se adopte y del sillón que se ocupe.
Y aun así, como siempre fue, poco a poco un sol con las escasas fuerzas del lejano invierno va disipando la niebla, lo turbio va forjando formas definidas, y aquel frío pegajoso y húmedo se viste de un tibio calor, acogedor, limpio, de calles relucientes y bellos balcones, de losas formando mosaicos de colores sobre los que pasear.
A veces, no son pocas las mañanas, cuando el invierno se acerca, que te cansas de escuchar, de escuchar a los mismos que ayer, bajo la niebla suplicaban comprensión, porque ellos no dominaban los elementos, y hoy, sin el sillón intentan tirar a quien la ocupe sin comprensión ni perdón.
A veces miro un Puerto bajo la niebla, una niebla, ni provocada ni llamada, pero que como ocurre siempre volverá a desaparecer cuando brille el sol. Ojalá, ojalá no sean pocas las mañanas en las que la niebla sea solo un turbio y acogedor anuncio de esa tarde de paseo bajo un sol que siempre dice adiós para volver a volver.
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