Siempre ha tenido este Puerto ese aire melancólico e inocente de la tranquilidad. Acunando a la Bahía que busca el amparo de la costa, rodeado de pinares que rozando el cielo se reflejan en la mar, y con un río inolvidable que se baña cada mañana en los brazos de las olas, la ciudad respira una extraña paz.

Sus amaneceres llenos de olores luminosos dejan solo espacio a una mente despejada y limpia que a grandes bocanadas se llena de blancos pensamientos con sabor a sal y viña. El Puerto, la ciudad de los cien palacios, la de vetustas fachadas que nos miran con la indiferencia de un pasado glorioso que siendo un pasado, siempre vive en un presente, la misma que, poco a poco, se despereza o duerme en función de los tiempos.

La misma que, sin que lo sepamos, se ríe de nuestros desvelos, de nuestros problemas y miedos, pues siendo mudo testigo de siglos de historia, sabe que siempre estará aquí. Nosotros nos marcharemos, dejaremos nuestra huella en sus fachadas, marcaremos el breve tiempo de nuestros pasos, y ella, como siempre, acogerá nuestros esfuerzos o nuestros daños creciendo como ciudad.

El Puerto, la ciudad que poco a poco se inunda de luz en cada mañana, encendiendo cada noche su mar para acoger una luna sobre un río. A veces, es necesario cerrar los ojos dejándose llevar, respirando con fuerza y arrastrando nuestro pensamiento hasta dejar la mente en blanco, y partir de ese momento, abiertos los ojos, mirar más allá de lo que frente a nosotros se nos ofrece, tomar la senda de los cielos y contemplar la paz que el verde y el azul nos transmiten con cada latido de sal que alienta nuestro corazón.

A veces, estamos tan enfrascados en buscar los problemas, los fallos, los defectos y la maldad que nos olvidamos de disfrutar de algo que no nos pertenece, pero que forma parte de nosotros. A veces es bueno cerrar los ojos y comprender que, si nos dejamos inundar por la ciudad, sabremos que podemos darle a ella a cambio.

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