Mi querido maestro y amigo. Empiezo el artículo en primera persona porque estás vivo en el recuerdo. La Isla, la ínsula barataria del sur, hace los homenajes de aquella manera, en un así como un rebujo en un acto p ató. Hoy voy a decir lo de los tiempos del querer ser toreros y lo que había que hacer cuando no había ni un duro. Cuando se empezaba. Y es homenaje también a los que luego no llegaron. La gente de hoy no sabe de aquella vida triste y pobre, y lo malo es que no leen y no se lo imaginan: las inacabables caminatas a pie con hambre y sed; las noches sin cama ni techo; abrigados en la paja de un pesebre con cartones, o los trastos hechos con sacos viejos y teñidos. Las tremendas capeas con vacas viejas y toros toreados o moruchos y palurdos. El hambre de marca mayor, las pobres comidas invitadas en algún pueblo de patatas viudas, como por estos pueblos de la sierra se les llamaba, que constituían el lujo gastronómico de los torerillos andaluces. Y, en cien pueblos más, de memoria varia, como el que hacía un gazpacho de muerte pero no había cucharón y paso atrás pa los maletas. El villorrio terrorífico en donde todos los que entraban en la posada a vernos, antes de torear nos saludaban con palabras de maligna esperanza: Un toro más güeno os han traío. Ya ha matao a uno en el encierro. Y si estabais asustados y la comida no pasaba por el gaznate, os alentaban a comer, pa que murieras jarto. Los trajes de luces, de alquiler llenos de manchas y de rotos. Alguna sangre todavía. Oliendo a meados y a enfermería. El olor a zotal de los despojos, los dorados marchitos con trozos arrancados. La montera o las zapatillas que quedaban grandes. Las carreteras malas y rotas y los caminos hacia las tapias de las plazas de tienta donde buscaban el capotazo incierto que nadie comentaba, los vagones donde viajaban los maletillas en los topes, el recuerdo triste de los toreros que habían muerto con la tripa rasgada, el hambre de comida y gloria y sin enfermerías de verdad. Porque entonces no había becerradas de escuela porque no había escuelas. Había mataderos y en ellos, si te integrabas en algún grupo, toreabas de noche y descabellabas de día. Y algunos pedían la oportunidad en la puerta de una plaza de toros, y cuando te la daban es que los empresarios estaban seguros de que la expectación acababa el papel. Si no, postes, carros, carretas, talanqueras, ganado manso y avisado, donde o te la jugabas o te pegaban los del pueblo.

En aquella conferencia primera de mi vida taurina hablé de Rafael Ortega y la suerte de matar y alenté a aquellos toreros que empezaban entonces: Juan Miguel Alonso, José Suarez, Joselito alumno porque era familia de Rafael. Rafael Ruiz, Paquiqui; José Pacheco, Pachequito, Servando Vila, Rafael Boada, Antonio Pérez…

Hoy ante la corrida-homenaje del próximo día 25 de septiembre, estos humildes versos que resaltan el libro de Ortega, El Toreo Puro. El toreo no es sino el aguante/ de la muerte como una alegoría/ con las telas templadas y bravías/ esculpiendo su todo en un instante./ Las manos ante garfios deslizantes/ la tela o el percal, la celosía/ con la muerte encelada todavía/ ante el valor insigne de un desplante./ El capote es el mismo en esa brega/ la pata alante como escribe Ortega/ manos bajas templando la emoción./ Cadencia y temple como un oleaje/ donde el valor se suma a ese coraje/ toreo puro desde el corazón/.

Maestro, un abrazo ante tantas palabras, tan sabias e inmortales.

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