Segunda ola encarando su pico más afilado y cruel y se van tomando medidas de limitación de movimientos y confinamiento que debieron llegar semanas antes. ¿Qué fue antes, el desastre de la pandemia o la ausencia de líderes válidos en toda las escalas, desde lo global hasta lo local, para tenerla controlada? El fracaso es colectivo, la responsabilidad de todos, pero los gestores públicos con sus asesores de postureo nos han empujado unos metros más al fondo del sótano.

Con este horario de cenicienta noruega que tienen nuestras calles la televisión se convierte en la compañía inevitable aunque desde el anterior confinamiento el usuario ya sabe que también por este lado del ocio hay poca esperanza. Las parrillas flaquean mucho y hay que fabricarse la oferta por cuenta de uno, con la tablet y la plataforma correspondiente. Por cierto, quien habla aún de "caja tonta" es un rancio de cuidado. La pantalla es inteligente. Lo de caja tonta es de los tiempos del monopolio. Ante una oferta infinita el cristal es tan listo o bobo como quien se coloca delante de él. Y disfrutar de la pantalla siempre es una deliciosa libertad individual.

Con la preocupación general de la pandemia el público se asoma a las horas informativas del televisor para conocer más, de ahí que suban en audiencia (menos los Telediarios) casi todos los informativos. Los directivos y periodistas que festejan como mérito propio la subida demuestran que saben poquito de televisión y aún menos de la gente. Deberían centrarse en mejorar ese trabajo y ser más sensibles y rigurosos con un público que se encuentra tan preocupado como desencantado. Falta calidad y tiempo a la información de proximidad y el público opta por las noticias más inmediatas de las webs y las redes (con el riesgo de caer en las fake news). La televisión, sobre todo esas cadenas públicas que se gastan el dinero del coronavirus en teatritos y gansadas, no termina de estar donde debería estar. Y no es lo que debería ser: un servicio público de calidad, sin propagandas ni sectarismos.