En apenas unas horas de diferencia tuvimos la imitación de Carlos Latre en El Hormiguero y la personal adaptación chanante de Joaquín Reyes en El intermedio. Fue protagonista político de esta tumultuosa semana porque lo mejor que sabe hacer es llamar la atención. Lo suyo es la dialéctica agria, fabricar expresiones que sean titulares y tuits para insultar y denigrar. Eso lo borda, así que ha estado a sus anchas, por los platós al rojo vivo, con las cosas claras y con las intenciones espesas. Un mal tipo que ha tenido unas oportunidades demasiado grandes para una talla intelectual mucho más baja de lo que creían sus incondicionales. Es polemista de estantería, erudito a la violeta, bronquista morado.

Pablo Iglesias ha saltado la banca zaradeando su vicepresidencia y metiéndose en otra campaña que es donde está a gusto, ensuciando las pantallas y las redes, azuzando las calles, creando crispación, empujando las polarizaciones, el sino de Podemos. Su émbolo proporcional es Vox.

Los imitadores de Iglesias son mucho más divertidos que el personaje, por supuesto, al que cada vez le cuesta más despistar a la concurrencia con sus acusaciones, debates gaseosos y planteamientos perversos. Ahora nos queda un mes largo de gira por las mesas de Cintora, Ferreras, Mendizábal. Qué cansancio da sólo de pensarlo.

Y sólo podemos confiar en que con un poco de fortuna y de providencia de justicia Pablo Iglesias tenga el sitio que por su recortada estatura moral le corresponde en la Historia de España, tan llena de otros tóxicos y villanos que se basaron en el enfrentamiento y el odio hiperbólico y gratuito. Pese a que ahora se hacen series de todo y de todos está por ver si merecería la pena ahondar en la personalidad de Pablo Iglesias. Cómo alguien como él es capaz desde La Tuerka encaramarse hasta los salones de la Moncloa en vísperas de la muerte de decenas de miles de españoles. No sabemos aún si enfocarlo como drama o como tragicomedia.

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