Análisis

ROSARIO TRONCOSO

Pobrecillos, qué infelices van a ser

Ha terminado el peor curso de nuestra vida. El año en que a fuerza de ocultar la sonrisa, se nos fue diluyendo poquito a poco. Los docentes estamos exhaustos y hasta el moño. Y los padres, ay, los padres. Cuánto hemos sufrido. Sí. Y deseábamos con ansia que llegara el verano como milagro que todo lo puede. Bendito descanso y vacuna. Maravilloso premio y reposo del guerrero después de muchos meses de batallar con la incertidumbre y el terror, las malas noticias, las curvas que suben y bajan, las muertes cercanas y la estupidez de muchos. Teníamos ganas de celebrar el fin de curso, por todo lo alto. Todos queremos salir a gritar y a vivir. Y parece ser que se confunden las ganas con la imbecilidad más absoluta. A los que nos miran desde arriba no les importamos nada. Les aseguro que no nos enviarán una misiva en un sobre con un buen puñado de miles de euros para los gastos si tenemos que enterrar al abuelo o a la abuela. Seremos otro número, las más de las veces, perdido en el abismo de las estadísticas mal hechas. Por eso nos toca cuidarnos nosotros. Y no somos capaces de explicarles a nuestros hijos adolescentes que lo que hay ahí fuera es mortal y que entendemos sus deseos de amor, fiesta y vida. No somos capaces de renunciar a la comodidad de afirmar que es que tienen que vivir la edad que tienen, y ser felices, sin pararnos a pensar en las consecuencias, aunque lo neguemos. Escucho hoy en la radio que se está "demonizando" a los jóvenes, y me sonrío con tristeza profunda, esa clase de tristeza desesperada que sólo los que además de tener hijos, convivimos con los hijos de los otros en un aula comprendemos. Esos seres, maravillosos, sobreprotegidos hasta el ridículo y atrozmente atontados. El demonio, en este caso, como los Reyes Magos, somos nosotros, los mismos que inculcamos, no vaya a ser que se nos rompan los hijos, una falta de autoridad peligrosísima contaminada de ausencia total de respeto. No se trata de volver a represiones, pero sí es necesario que todos aprendamos a gestionar la frustración. Un no es un no, y la misma realidad se impone con sus límites. Saltarse esto a la torera es cuestión de vida o muerte. Pobrecillos, que se quedan sin un cumpleaños multitudinario o sin el viaje de sus sueños. Pobrecillos, que no saben que la vida no es tenerlo todo melón tajada en mano. Y lo hemos permitido, mientras la incidencia del egoísmo sube. Tendremos que agachar la cabeza, los docentes también, por no haber sabido transmitir en clase un poquito de miedo (mucho no, que luego llegan las supermamás y superpapás idiotas a denunciarnos por traumatizar a sus retoños), ya que no vienen debidamente informados de casa. Y antes de prevenir y educar, nos escandalizamos porque se decide encerrarlos unos diítas en un hotel, por imprudentes, hasta que todo pase. Lamento reconocerlo, pero pobrecillos, qué tontos y qué infelices, si no lo impedimos, van a ser.

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